Por Federico Edwards | Ya me pegaba la vuelta, adormecido por el embole, cuando lo vi entrar. El flaco entró como si estuviese en su casa...
Por Federico Edwards | Ya me pegaba la vuelta, adormecido por el embole, cuando lo
vi entrar. El flaco entró como si estuviese en su casa, una actitud atÃpica
para todos los que frecuentábamos el Ideal, en especial para los que tenÃamos
el anillo de compromiso enterrado en algún rincón de la campera o escondida en
la media de algodón. Pantalón negro, botas de cuero, campera noventosa, no
dejaba ver ningún signo de incomodidad, su andar era sensual, desenvuelto. Fiel
a su estilo, un chupÃn bien ajustado terminaba de componer su look, a la vez
que le marcaba un delicioso paquete. “Tiene tatuajes, seguro”, pensé.
Apenas pagó la entrada, enfiló directo al baño y me paré
para seguirlo, pero en cuanto me incorporé ya se me habÃa adelantado una
bandada de cuatro o cinco putos carroñeros, un puñado de jovatos oportunistas
sorprendentemente más rápidos que yo y con claras intenciones de abordarlo en
los mingitorios. Me resigné, pero me quedé quietito en mi lugar, expectante: al
poco tiempo salió ileso, rápido, resuelto, y se internó en una de las salas.
Con el morbo activado después de haber estado por más de una hora en ese lugar,
me paré como autómata y me adentré en la sala en la que lo habÃa visto
ingresar.
En pocos segundos, ya estaba a metro y medio de él: sentÃa
su perfume de macho, su aroma a “limpito”, pulcro. Un nene bien, un morocho con
barba y pintón no pasa desapercibido, y menos en ese lugar. Estaba paradito y
apoyado en la pared trasera del cine (todos sabemos para qué), y sin dudarlo un
segundo le rocé el paquete con una mano, pero me rechazó con un empujón y se
fue.
Embolado por esa actitud de mierda, salà de la sala y ya
pensaba en volverme a mi casa, sin pena ni gloria; pero algo me detuvo y me
hizo seguirlo por las escaleras al primer piso. Caminé a pocos metros de él,
sintiendo todavÃa ese perfume riquÃsimo, mirándole cómo se le marcaba el orto
en el chupÃn a medida que subÃa los peldaños, qué bueno que estaba. Nos
internamos en el laberinto/darkroom/lugar con paneles y sillones forrados de
cuerina y donde siempre ponen una radio con música ochentosa. Apenas entré vi a
dos chabones, uno arrodillado entre las piernas abiertas del otro, mamando
verga tan sonoramente que me empecé a excitar al toque. PodÃa sentir en mi
propia mandÃbula los chupones que aquel desconocido le proferÃa a esa verga
anónima, instantáneamente se me hizo agua la boca. Al parecer, esta escena
calentó a mi flaco también, porque sin perder el tiempo, se bajó el pantalón
hasta el tobillo y empezó a pajearse en la cara del tipo que estaba recibiendo
la mamada. De la nada, aparecieron dos tipos más, que en idéntica actitud
morbosa se bajaron los calzones para darle goma en la cara al suertudo que
tenÃa al putito goloso entre las piernas. Tanto olor a verga acumulada, tanta
atmósfera de pija caliente me subió la calentura a los ojos, sentÃa un vapor en
la nuca y en los cachetes. Sin pensarlo dos veces, me bajé el pantalón de un
solo movimiento y me arrodillé como el puto goloso, pero frente a la pija que
me llamaba el interés: la de mi flaco morocho.
¡Qué pollón tenÃa el hijo de puta! Gruesa desde la base, se
iba afinando hacia el glande y caÃa en dirección al piso con pesadez embutida,
parecÃa estar diseñada para excavar laringes. Puse mi mejor cara de puta y
saqué bien la cola en actitud "devora-pija", se vio desafiado por esta actitud y
esta vez no se pudo negar: apenas abrà la boca ya la tenÃa toda adentro;
palpitante y gruesa, su calentura rebotaba nÃtidamente en el hueco mojado de
mis fauces. Apresado por ambas manos suyas, me costaba respirar, el flaco
arremetÃa con violencia en todo momento, qué... hijo de puta, pensé. No sé en
qué momento, el tumulto de putos levantó la carpa y se disipó, quedando en el
recinto sólo el putito goloso y yo, frente a nuestro delicioso amo vergón. El
puto goloso era un pelado maduro de barba gruesa, de aproximadamente cuarenta y
pico de años, peludo en el pecho y en el culo. Se lo veÃa poseÃdo por un
hechizo febril que le impedÃa parar de chupar, lamer y buscar pija con la boca,
en todo momento la transpiración le corrÃa por la frente ante el esfuerzo que
esta empresa le demandaba, en todo momento la lengua le bailoteaba desde los
huevos de mi macho hasta su floreciente cabeza húmeda.
En poco tiempo, patinábamos nuestras lenguas alrededor de la
pija del flaco en un festival de baba, sorbiendo con desesperación los fluidos
que chorreaban, abundantes, desde la cabezota que coronaba ese tronco directo a
nuestros labios, al rojo vivo, suspirando nubes de calentura y resoplando con
gemidos sobre las débiles hileras de saliva que se desprendÃan de nuestras
bocas y se quebraban con facilidad o se confundÃan con su producto pre seminal.
En un momento dado, éramos sólo dos cabezas sin cuerpo, manipuladas por manotas
morenas al antojo de nuestro captor, dobladas y amañadas para hacerse con la
posición que mejor le permitiera perforarnos la boca, la chota rojiza y saltona
se imponÃa señorialmente frente a nuestros ojos, acompañada por dos huevos que
le colgaban holgados, aunque asimétricos, y que tenÃamos el gusto de succionar
con comodidad y sin rozarnos las caras.
El pelado puto era voraz y frenético, a veces rozaba lo
ridÃculo en la forma de gruñir con cada lamida que le proferÃa al tronco venoso
del morochazo, qué suerte tuvimos de adorar esa pija soberbia que no pedÃa otra
cosa que ser venerada por bocas y culitos complacientes, con rajas palpitantes
de calentura, relucientes de lubricante o baba, listos para su uso y desuso.
Cada vez que yo soltaba su pija para que el otro se la chupara, el flaco me
ponÃa los dedos en la boca y me hundÃa tres dedos hasta sentir mi campanilla,
me provocaba grandes arcadas que terminaba por evacuar sobre su poronga,
humectada ahora por mi saliva y los restos de quien sabe qué, para luego
obligarme a lamerlo todo con devoción y disciplina. Era evidente: el flaco se
regocijaba en su dominio, en su poder sobre nosotros, en la posesión de dos
cabezas obedientes que adornaban su pija pero que también se peleaban por
poseerla.
Para mantener el equilibrio, yo apoyaba una mano sobre la
pared y descansaba la otra en su bota negra: la sensación del cuero en mi mano
y el inconfundible aroma que despedÃa me llegaban como una caricia, me
calentaba la sola imagen de mis dedos reposando sobre el cuero al que le
lloviznaban, ocasionalmente, las gotas de baba y presemen que nuestras bocas no
podÃan capturar. Al lado mÃo, el pelado estaba como loco, de vez en cuando lo
miraba de reojo: la cabeza le relucÃa de transpiración, la luz verde del cartel
de salida de emergencia le brillaba en su pelada lisa, llana. El flaco se
retorcÃa sobre nosotros, se doblaba y se erguÃa, gozando de ver a los dos
putos-mascota relamerse los labios y los bigotes con su pija dura, abundante.
De vez en cuando nos cacheteaba con su tronco para recordarnos lo putos que
éramos y lo sumisos y vulnerables que nos encontrábamos en esa posición, el otro
arrodillado y yo de cuclillas, el cuerpo colocado y el interés puesto en la
veneración de su poronga, las manos pegajosas por apoyarlas en el piso y las
paredes de ese cogedero de mala muerte, impregnado de olor a lavandina para
tapar las décadas de pucho, guasca y cerveza barata. Mis ojos lloriqueaban de
placer por las embestidas que estaba teniendo la suerte de recibir, mis
cachetes brillaban de saliva y al flaco le brillaban los ojos de satisfacción,
se adivinaba el goce que estaba sacando de ese festÃn puteril. Entre tanto
gemido involuntario se me escapaba, de vez en cuando, una risotada jocosa,
infantil, juguetona, me sentÃa tan feliz de estar saboreando esa pija tan
robusta y deliciosa junto a un puto igual de sumiso y entregado al juego como
yo, anhelante de lo que sea que nuestro papi nos tenÃa para dar. Pensar que me
querÃa ir, pensé. SentÃa en las tripas hervir un agua densa y placentera, me
aferré de las nalgas de mi amo con ambas manos y cabeceé hondamente hasta
sentir los pesados chorros de leche caer en mi garganta. Los gemidos delatores
del flaco alertaron al pelado puto, quien maniobró con velocidad sacándome la
pija de la jeta para asà metérsela en la suya y absorber los sobrantes de
lechita que pudieran quedar.
Satisfecho, el flaco se paró, se subió los lienzos y se fue.
Quedé un rato largo en esa posición, de rodillas, saboreándome la rica
enlechada que me perduró en el aliento por un buen rato.