Por Daniel F | Entre charla y café, la sobremesa de la cena se habÃa extendido bastante más de lo previsto. Ya no pasaban los colectivos ...
De pronto divisó las luces de un
vehÃculo, en sentido contrario, dirigiéndose hacia él. Se inquietó un poco,
pero el automóvil siguió de largo. No obstante, el alivio fue muy breve. El
automóvil frenó a escasos metros detrás de él. Bajó un tipo corpulento quien,
aunque vestido de civil, le increpó: “¡Alto! ¡PolicÃa!” Se dio vuelta. El tipo
se acercaba a él con cautela: “¡Quedate quieto! ¡Sacá despacio las manos de los
bolsillos y levantalas!” Obedeció en silencio. Acto seguido, el tipo lo tomó de
un brazo y lo introdujo en el asiento trasero, sentándose junto a él. El que
conducÃa trabó las puertas y reanudó el viaje.
El que iba atrás con él, seguÃa
con el arma en una mano. Con la otra empezó a palparlo y a revisar sus
bolsillos, a la voz de: “Dame la billetera, el celular, todo lo que tengas”.
Ahora, sÃ, aterrado, comprendió y accedió a los requerimientos sin protestar.
“¡Levantate un poco, carajo!” El tipo procedió a requisarle los bolsillos
traseros. Pero no solo eso; con descaro aprovechó para manosearle el culo. El
muchacho se movió y atinó un tÃmido: “Pará”.
“No te hagas el arisco”, recibió
por respuesta. A lo que el tipo prosiguió dirigiéndose al conductor: “¿Lo
escuchaste? Ahora el putito se hace el que no le gusta.” Las dos carcajadas
retumbaron en el interior del auto. El muchacho miraba de reojo por la
ventanilla, por si pudiera hacer una seña de pedido de auxilio a alguien, pero
el vehÃculo transitaba por calles oscuras y desiertas. Lo despojaron de su
abrigo, del reloj, una pulsera y un anillo, además de la billetera y el
celular. Y tomándole el llavero, el tipo a merced de quien estaba anunció:
“Ahora vamos a tu casa, a seguir la fiestita. ¿Dónde vivÃs?”.
Jamás develarÃa eso. ConvivÃa
con sus padres ya mayores; no los expondrÃa a semejante situación. PreferÃa que
lo mataran, ya que a esta altura de la odisea se habÃa resignado a ese
desenlace. Se mantuvo en silencio. “¡Hablá, puto de mierda!”, a lo que siguió
una cachetada en la cara, pero no tan fuerte, ya que la proximidad de los
cuerpos le habÃa impedido envión al golpe. Siguió en silencio.
El tipo volvió a dirigirse al
conductor: “El pelotudo no quiere abrir la boca para hablar”. Por primera vez,
el otro hizo escuchar su voz: “Capaz le gusta abrirla para otra cosa”. El de
atrás volvió su mirada al muchacho: “Me parece que sÃ. Tiene cara de come
pijas. No querés hablar, entonces chupámela.” Y con la mano libre abrió su
bragueta y extrajo otra arma, casi tan amenazadora como la que tenÃa en la otra
mano.
El pobre muchacho pensó que ese
podrÃa ser el precio para su salvación. El tipo le agarró la nuca y llevó la
cara del muchacho hasta su verga que empezaba a erguirse, gruesa, sudada.
“¡Chupá, pendejo!” Con la respiración entrecortada por los nervios y el miedo,
comenzó a lamer aquella chota.
Claro que le gustaba chupar
pijas; pero esta vez no se trataba del noviecito con el que habÃa roto relación
hacÃa pocos meses, ni siquiera era un levante ocasional. La rudeza y la
contextura de los tipos lo intimidaban. De todos modos, intentó relajarse y
hacer un buen trabajo, esperando obtener asà el favor de sus captores. “¿Viste?
SabÃa que te gustaba”. Y al que conducÃa: “Mama lindo, este chabón”.
Sin soltar el revólver, el tipo
se desabrochó el cinturón y el botón, se bajó un poco el jean y dejó al
descubierto toda su velluda genitalidad. TendrÃa unos cuarenta y pico. El
muchacho hacÃa su trabajo con la pija y los huevos de su captor, mientras éste
le metÃa una mano dentro del pantalón para tocarle el culo y llegar a su ojete.
“¡Por Dios! Qué culito apretado. Es de los que te gustan a vos.” A lo que el
conductor aludido respondió: “Obvio que
no me pienso quedar afuera”.
Al llegar a una zona descampada, el vehÃculo se detuvo. El seguro de las puertas cedió, pero el muchacho supo que de nada valdrÃa intentar una fuga. “Vos seguà con lo tuyo”, le ordenó el que estaba con él. El que conducÃa bajó, y abrió la puerta de atrás. “¡Bajate el pantalón!” Casi le rompe el calzoncillo de la fuerza con que se lo tiró. Bruscamente le abrió los cantos, escupió en el orto del muchacho y empezó a meterle un dedo. El segundo tipo también era corpulento, de dedos gruesos y movimientos bruscos. Sumó otro dedo. El pobre muchacho empezó a sentir incomodidad, pero prosiguió chupándole la verga al otro que, por su excitación estaba adquiriendo un tamaño y una dureza considerables. Tres dedos toscos hurgando en su cavidad anal, mientras una tremenda pija ocupaba toda su boca.
“Yo también quiero que me la
chupe”, protesto el que habÃa estado manejando. “Y yo ya la tengo a punto para
ponérsela”, respondió el otro, que prosiguió dirigiéndose al muchacho: “Bajá
despacio y no se te ocurra hacer ninguna boludez, ¿entendiste?” Aturdido entre
el miedo y el morbo que empezaba a darle la situación, retrocedió con el culo
al aire hasta salir del auto. El otro también bajó por el otro lado, y se
dirigió donde estaban los dos. El que conducÃa le agarró la cabeza al muchacho
y la llevó a su verga, que asomaba del cierre, todavÃa con el prepucio sin
correr. El otro, se frotó un poco su pija, y la calzó al orto del muchacho para
entrársela de una con fuerza. El pibe gritó. “Dale, que te gusta, guachÃn”, se
reÃa el tipo mientras aceleraba el ritmo del bombeo. “¡Cómo la chupa este
pendejo!”, “¡Qué putita nos estamos cogiendo!”, y otros comentarios similares,
alternados con otras expresiones de placer de unos, y gemidos de dolor de otro.
“¡Me la estás poniendo al palo!” decÃa el que era chupado, mientras el otro,
haciendo cada vez más violento el bombeo de sus caderas, estaba por explotar:
“¡Te voy a llenar el orto de guasca! ¡SÃ! ¡Ahà viene...! ¡Ahhhh!” y los
espasmos de la verga del tipo lanzaban borbotones de leche adentro del
muchacho. Cuando se la sacó, todavÃa la tenÃa dura y chorreante. Buscó el
rostro del pibe y le indicó: “LÃmpiame y tragala”. El otro cambió de posición
para aprovechar como lubricante la guasca que iba saliendo del orto del pibe,
un agujero caliente y enlechado. La segunda pija no era tan grande como la
primera, por lo que entró fácil. Mientras, le daba chirlos en las nalgas. El
otro tipo, aunque ya habÃa acabado, insistÃa para que se la siguiera chupando.
Poco después, otra guascada siguió llenándole el culo.
El muchacho estaba exhausto de
nervios y excitación. Quiso subirse el pantalón, pero el tipo que habÃa ido en
el asiento trasero con él se lo impidió: “¡Quieto!” El otro volvió al volante.
SentÃa que restos de leche bajaban de su orto por la entrepierna. “Nosotros nos
vamos. Date vuelta, contá hasta diez y ni se te ocurra mirar porque sos
boleta”, le daba instrucciones el que nunca habÃa soltado el arma, ni siquiera para
cogerlo. “Después, andate a la mierda, puto.”
El muchacho estaba convencido de
que lo matarÃan de cualquier modo. Por un fugaz instante pasaron por su mente
los rostros de sus padres, de quienes no podrÃa despedirse, y de su ex noviecito,
a quien no habÃa dejado aún de amar y extrañar. Decidió un último acto de
coraje. No se dio vuelta. Con gesto desafiante enfrentó con la mirada los ojos
de su violador armado. SerÃa la última persona a quien verÃa en su vida. El
tipo apuntó.
Y tiró.
Inmediatamente, subió al auto y
cerró dando un portazo. Los dos delincuentes se dieron a la fuga.
El frÃo de la madrugada le hizo
reaccionar. Se subió los pantalones, se acomodó un poco la ropa. No tenÃa
abrigo, ni celular, ni billetera… El culo le ardÃa, el corazón le latÃa con
fuerza. Calculó donde estaba y por donde emprenderÃa el regreso. Inició,
aturdido la caminata. No dejaba de pensar en lo sucedido. No olvidarÃa jamás el
rostro de ese tipo que, antes de escapar con el otro, le habÃa tirado un beso.