José María Gómez | Las pensiones | El Braulio | Federico O.L. (cuyo nombre voy a fraguar y su apellido a obviar) era una buena persona. Ten...
José María Gómez | Las pensiones | El Braulio |
Federico O.L. (cuyo nombre voy a fraguar y su apellido a obviar) era una buena persona. Tenía excelente presencia, esmerada educación y envidiable posición económica y social; sólo tenía un “defecto”: le gustaban los muchachos, cuanto más del pueblo llano, mejor. Los “negritos”, como se solía definir coloquialmente. Y en esta predilección operaba, de manera difusa, no solamente una deshilvanada colección de ideas progresistas (de cuño de la “rive gauche”, por cierto) y algunos ideales de justicia social (de raigambre más difusa todavía) sino, y no en menor medida, que Federico, por sobre todas las cosas, era un consumado esteta: le gustaban los “negros”, claro está, pero es que muchos “negros” son hermosos. Y a las pruebas me remito. Dense una pequeña vuelta por los barrios más desfavorecidos y, si se animan, por los asentamientos más diversos (preferentemente en verano porque andan todos con el torso al aire) y sabrán de qué les hablo. Si sobreviven, es decir, si regresan apenas con la billetera aligerada pero con el culo lleno, comprenderán la honda satisfacción que Federico sentía cuando se sumergía de lleno en las nunca bien ponderadas bondades del pueblo en su mejor expresión.
Y esto no hubiera sido más que un caprichoso desliz de un integrante de la clase más favorecida de la ciudad (y no necesariamente original ni en solitario) si no fuera que Federico (por audaz, por cosmopolita o porque la calentura le obnubilaba el juicio) lo exhibía indecorosamente. Concurría, para escándalo de sus tías y sofocón de sus colegas (era abogado y representaba a las mejores firmas) a toda reunión social acompañado siempre por un “noviecito” a quien presentaba, en confianza a los más allegados como “mi última adquisición” (y no por desmerecimiento hacia el ocasional acompañante sino más bien para burlarse de los otros); y siempre un muchachito de las clases bajas aunque prendado de las mejores galas: las evidentes, claro está, unas ropas de estreno, y las otras, mucho más evidentes y apenas escondidas (cuerpos desarrollados, dotación) y, como si fuera poco, unas sonrisas luminosas y asimismo tímidas, de alguna manera indefensas, que provocaban estupor y no pocos enamoramientos; pero también, lamentablemente, hacían surgir en no pocos de los presentes una necesidad de restablecer el orden, de poner las cosas en su lugar, un deseo ominoso de hacer tronar un escarmiento, es decir, de imaginar un crimen. Y es lo que pasó.
Cuando Federico conoció al Braulio enloqueció. Era de noche. El muchacho, ese día, no estaba en sus mejores cabales. Rumbeando hacia la pensión, sin un mango, se sentó a ordenar sus ideas en la plaza Pringles. Y en algún momento se acostó desaprensivamente sobre un banco, algo que estaba prohibido en esos días. No le importó, me dijo, mucho tiempo después: “No me importaba nada, mirá, no te miento, tenía unas ganas de morirme…” De todas maneras Federico nunca llegó a enterarse. Lo que sí vio, bajo las luces municipales veladas por los álamos, fue la figura acostada de un muchacho de cabellera oscura, muy apuesto, las manos bajo su cabeza y con los ojos cerrados, las piernas abiertas convenientemente desbordadas hacia cada lado del banco y, para su apetencia, una magnificencia esplendorosa ahí, donde eternizó su mirada.
El Braulio (despabilándose): ¿Qué mirás, puto?
Y Federico sonrió. Es lo que le hacía falta para enamorarse completamente: escuchar el acento que amaba, que lo retrotraía al arrabal, al goce duro, al paraíso personal denigrado por sus semejantes, a la gloria. Y por eso dobló la apuesta. Olvidándose inmediatamente de las clases de lengua y literatura (que había sabido apreciar en el “Verbo Encarnado”) y de sus conocimientos probados de latín (cursados en Derecho), contestó, entusiasmado:
Federico: “¡El bulto, corazón!, ¿no me dejás que te chupe la pija?”
Y el Braulio contestó: Y, sí… si a usted le gusta.
Fue un encuentro maravilloso, profético, desgraciado (para los dos); tanto, que el niñito desnudo que corona la fuente en medio de esa plaza, lloró, con lágrimas de piedra.
Continuará.