[avatar user="Juan Manuel Di Laurentis" align="left" /]El teniente Omari reportó la operación por radio. Hizo cargar el...
[avatar user="Juan Manuel Di Laurentis" align="left" /]El teniente Omari reportó la operación por radio. Hizo cargar el cuerpo de mi padre y las cajas de diamantes en uno de los camiones.
Lo despachó custodiado por el otro y me ubicó entre él y el chófer en el tercer vehículo.
Informó que a mí, me entregaría en la frontera con Tanzania.
Omari, mi captor, mi custodio, mi amante, mi todo...
Omari tenía 20 años, alguna condecoración y heridas de guerra. Varios de sus soldados no superaban los 12.
Fueron esos niños los que mataron a mi padre.
Por caminos de barro nos dirigimos al noroeste. En tres días se declaraba la independencia de Mozambique.
En la parte trasera, los hombres elegidos para la travesía llevaban el whisky que expropiaron de mi casa.
Pronto anocheció. Me quedé dormido.
Tres años antes, cuando había conocido a Shangaa Idi Omari, él y su familia trabajaban como burros para una casta blanca.
Los vientos de la desigualdad lo habían impulsado a tragarse primero mi guasca y a convertirse ahora en mi captor.
Desperté mientras él me acariciaba el rostro. Mi cabeza descansaba en su falda. Hice que dormía.
Se escuchaban risotadas a cierta distancia.
La oscuridad de la selva inspiraba relatos y fantasías masculinas. Omari movía su bulto a voluntad, o simplemente latía. El chófer me tocó el culo y me quise incorporar.
Omari me retuvo y peló la verga. Olía a celo de leopardo.
El otro me bajó los pantalones. Tenía puesto el ngoso.
Les dije que debía cagar. El chófer se mojó el largo dedo y me lo coló. Tocó el ngoso. Le repetí que tenía que cagar.
Me soltaron las esposas.
Fui detrás de un matorral, largué el ngoso lo limpié como pude y lo guarde en mi borcego.
Advertí el rugir de un rió. Los otros se fueron acercando. Estaban calientes y borrachos. El río era el Limpopo.
Me pusieron en bolas al costado del camión. Me rompieron la ropa.
Infierno buco-anal
Eran siete negros Omari y el chófer. Me cogieron.
El primero y el segundo me hicieron gritar.
Desesperado me escupía la mano y trataba de lubricarme pero no llegaba, otros me agarraban los brazos para frotar sus pijas.
Los demás se peleaban por meterme en la boca las chotas que apestaban.
Estaban descontrolados. Me garchaban sujetándome como a un animal.
Le pedí ayuda a Omari. Solo me sostuvo de la nuca y me cogíó la garganta hasta hacerme vomitar, pero me siguió serruchando entonces hasta vaciar su guasca.
Caí por los embates del siguiente que me clavaba cuando ya mi orto rebalsaba de leche.
En el piso me terminó de taladrar con violencia y apenas acabó me la puso de golpe otro negro, luego otro que me sentó sobre su verga, y otro más.
Tenía el cuerpo dolorido y embarrado, Perdí el conocimiento. Me subieron en la caja del camión y arrancamos. Me siguieron cogiendo.
Cuando amaneció me encontré solo. Estaba muy lastimado, sin embargo tenía la verga que me estallaba.
Me asomé.
Se bañaban en el rió, alguno cagaba a un costado, otros meaban y alguno más intentaba un fuego.
Bajé.
Cuando me advirtieron se vinieron al humo.
Les rogué en Izizulu que me dieran tiempo, que todos serian complacidos pero me tiraron al piso.
Omari puso orden. Suave me tomó en brazos, y me llevó al centro del agua. Sentí alivio.
Pensaba que esta vez me iban a matar. Lloré en silencio.
Me dejó hacer pié. Con una mano me sostenía, con la otra me lavaba.
Puso su larga poronga entre mis piernas. Él jugaba conmigo como un gorila rey y eso me conmovía.
Me alzó sobre sus hombros y me comió la pija, y como años atrás me saltó la guasca.
Rodee su cintura con mis piernas, y abrace su cuello apoyando en su hombro mi cabeza.
Se escupió la mano, me lubricó el orto que estaba tremendamente abierto y me la entró hasta el fondo.
La mañana hacia bajar el caudal, entonces teniéndome empalado se arrodilló para hacerme el amor sumergidos en los rumores del rió.
Pude ver para mi tranquilidad que los otros en la orilla también se estaban dando masa.
El sol de la mañana reflejaba los rápidos rodeándonos de fulgores.
El negro me pidió perdón, me dijo que a partir de ahora estaríamos juntos, que los otros no me tocarían, que había desertado con parte de los diamantes solo para estar conmigo.
Me dijo que me entregó a sus hombres para conservar su liderazgo y evitar que nos mataran. Que nunca volvería a suceder.
Me rogó que lo aceptase. Me dijo que siempre me había deseado.
Tenía toda su poronga adentro.
Mi desesperación le dijo sí.
Acabó largo, entregado, convulsivo.
Necesitaba limpiarme. Me abrí paso hacia la otra orilla. Él hablaría con sus hombres para cambiarme por unos diamantes más.
Libere mi interior de tanto esperma. Mi pasado que era mierda también se fue con el rio. Me lave a fondo.
Saqué el ngoso de mi calzado e iba a volverlo a su lugar cuando sentí a mi lado una presencia inmensa. Trastabillé. El ngoso rodó. Los hombres del otro lado quedaron absortos.
Junto a mí, un enorme león blanco abrevaba. Me clavó sus infinitos ojos azules, me olfateó y cuando creí que era mi fin volvió a internarse lento en la espesura.
Aquellos negros aguerridos se prosternaron. (verlos arrodillados resultaba gracioso -pensaba-).
El secreto del ngoso
Hubo una extraña serenidad. Miré el ngoso sobre la arena. Tenía una fina hendidura que lo partía en dos.
Se dejaba ver al sol por la suciedad acumulada. Lo inspeccioné.
El ngoso no era de oro sólido, era una cápsula roscada que contenía una bolsa hermética con diamantes perfectos.
Aquel león era sagrado para los Tsongaa.
Blanco también yo, no siendo atacado por la fiera, me había revelado, según ellos, como un hermano del animal, como la parte inmaculada de su concepción del cosmos.
Encontré mi razón de existir en el Timvabati. Fui quien soy a orillas del Limpopo. Tuve mi lugar. Me amaron, me respetaron. Los conocí, los honré y me honraron.
Los Tsongaa-Shangaans aun son mi familia.
Continuará...