José MarÃa Gómez | Las pensiones | El Braulio | A mà me encantaba estar con el Braulio en la cama, acariciándonos. No tanto la primera pa...
A mà me encantaba estar con el Braulio en la cama, acariciándonos. No tanto la primera parte del asunto, por razones obvias; hubieron dificultades, por ejemplo, la primerÃsima vez me dijo, cariñosamente: “No te va a entrar”. Pero después, cuando nos calmábamos, él acostumbraba a rodearme con sus brazos largos y yo me apoyaba en su pecho, descansando, mis labios cerca de sus tetillas tiernas con las que me gustaba juguetear.
Después del incidente con Aldo, el novio de su madre: “Pero, dale, chupá, pelotudo, si te morÃs de ganas”, la vida en su casa se le complicó. El aspirante a policÃa cambió de la noche a la mañana y pasó de ser un autómata carente de ambiciones a un hombretón caliente e insaciable que se le metÃa en el bañito cuando el Braulio se bañaba. Y también cambiaron sus preferencias, claro; lo mismo que le pasó al colectivero, el descubrimiento de los atributos de su hijastro vino a la par de un deseo inesperado (y que lo avergonzaba, según el Braulio) pues apenas lo satisfacÃa (la primera vez habÃa ocurrido justamente en el bañito, la cara de Aldo desfigurada de dolor contra el espejito) le venÃa el arrepentimiento o algo peor: “¡Cómo odio a los putos como vos!”, le endilgaba, al mismo tiempo que lo acariciaba.
Entonces conoció al dueño de la pensión y se marchó, para bien de todos. Por esos dÃas, como una manera de contrarrestar el acoso (el aspirante a formar parte de las fuerzas del orden era insaciable), pasaba largas horas deambulando por la ciudad a la salida de la escuela. Fue entonces que los descubrió, como me dijo. Hasta ese momento, el comportamiento anómalo del colectivero y de Aldo le habÃa parecido una minúscula excepción a la regla, una rareza, en todo caso una consecuencia inusual de sus propios deseos, mayormente inconscientes, y de los que se avergonzaba, todavÃa. Y no es que fuera totalmente inocente. Como un resabio largamente oculto, recordó de improviso las innumerables pajas compartidas con sus compañeros de escuela en la hora de gimnasia, su innegable placer, la aceptación callada (como si eso negara la existencia del acto) de las veces en que el pibe de quinto (el más alto, el más hombrecito) lo invitara con un gesto unánime a que se la tocara.
Lo que descubrió, decÃa, al amparo de las sombras que paulatinamente se adueñaban de las cuadras del centro (pues hacia allà se dirigÃa), fue el hecho incontrastable, evidente y, en definitiva, feliz, de que no eran dos ni tres, ni siquiera una minúscula excreción de un sueño prohibido sino todo lo contrario; era un ejercito de hombres de todos los tamaños y de todas las maneras, todos hermosos, todos decididos, todos maravillosos y que lo estaban esperando desde siempre: un jardÃn constante, poblado de capullos y también de flores –olorosos a deseo y colmados de ansiedad– para ofrecerse y ofrecerle, como a una mariposa recién nacida, todo lo maravilloso del mundo (un mundo extraño, eso sÃ, también oculto) cuyas mieles era posible saborear a cambio apenas de convertirse en otro.
Y aceptó, mejor dicho, aceptaba de inmediato sus invitaciones a tomar una coca y a engullirse un carlitos. Y después, en el auto que lo acercaba hasta su barrio, en una esquina a oscuras, ¡oh, sorpresa!, dejaba que le abrieran la bragueta.
“Fueron dÃas difÃciles”, me decÃa, “conformar a todos”. “¡Pero si te gustaba!”, replicaba yo, y aprovechaba para tocarlo ahÃ, entre sus piernas, divertido, y que al Braulio le encantaba: “No toqués, no toqués, mirá que si se pone cariñosa vas a llorar”, exclamaba, y era todo un juego compartido. Repito, el Braulio no solamente sabÃa hacer el amor (hacerte picadillo, digo): también sabÃa compensarte, bromear, no escatimar ningún centÃmetro de su piel caliente para las caricias.
Lo hicimos muchas veces, por esos dÃas. Yo llegaba muy tarde de la facultad y él me esperaba, desnudo, adentro de mi cama; muy desnudo, me gustarÃa agregar.
Continuará.