África entró primero por mi nariz, luego por mis ojos, y más tarde, pero recién mucho más tarde, por mi orto. El olor, ya en el aeropuert...
África entró primero por mi nariz, luego por mis ojos, y más tarde, pero recién mucho más tarde, por mi orto.
El olor, ya en el aeropuerto, era insoportable.
En 1972, la estación seca de Mozambique calcinaba el alma
Mía cara mamma vestida de blanco me esperaba en el auto.
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Del abrazo efusivo después de un año de no ver a su bambino que ya vivía con la poronga al palo (a los 13 tenía la verga que tengo hoy), mi madre pasó al besuqueo, al frote para sacarme sus marcas de rouge, y a una diatriba descontrolada contra mi padre y su sumisa aceptación de este destino de mierda en una colonia en guerra, habitada por salvajes sin el mínimo pudor y respeto por ella, la condesa de tal por cual…, la dama.
Yo no la escuchaba, conocía sus quejas.
Mi madre se refería despectiva a todo aquello que a mí, estupefacto, me incendiaba. Desde el auto iba descubriendo como los negros pelaban la garcha y se echaban un meo en cualquier parte, con la naturalidad de los animales o con el desparpajo del exhibicionismo.
En un bar con mesas en la vereda, lugar que hasta hacía poco solo ocuparan los blancos contra quienes esta gente encabezaba la lucha del Frente de Liberación Mozambiqueño, dos negros se levantaban de una mesa, y sin más, sacaban las chotas y meaban hacia la calle midiendo quien lo hacía más lejos y cangándose de la risa, mientras nuestro chofer, negro también, esquivando esos chorros amarillos con maniobra precisa, me relojeaba por el retrovisor con sonrisa diabólica cuando yo me sonrojaba y con mi blazer escolar tapaba mi entrepierna sobresaltada.
La capital de Mozambique de entonces, estaba repleta de gente con costumbres nómades. Sus reglas de urbanidad no superaban las de vivir en chozas, y en aquella ciudad, solo los blancos tenían baño. En la sabana no se necesitaba. Además, el usar las calles para mear y cagar implicaba un desafío a la cultura occidental.
Por lo tanto, venido de un colegio suizo donde solo mirarnos las pijas en las duchas era reprobado, África, al borde de un océano más azul que los ojos histéricos de mi madre me pateaba la cabeza condicionándome para siempre.
Pero hubo más para mi despertar sexual.
Mientras caminaba una noche por la galería de esa casa que podría ser igual a cualquier casona de la Sudamérica colonial, escuché a la mamma sollozar.
Pensé que era un jadeo y que mi padre se la estaba cogiendo, pero luego alejándome y al pasar por la puerta de él, otras cosas escuché.
Miré entonces por la cerradura y vi a mi macho padre cómo se garchaba una negrita.
El contraste de su verga blanquísima contra ese culo negro me hicieron acabar sin tocármela manchándome los pantalones con guasca.
Por todo aquello, me hacía una paja cada hora. No podía parar.
El viejo y esmirriado mucamo llamado Makike que de entrada me pareció un retrasado mental pero que resultó ser un sabio que luego fuera mi confidente y amigo me dijo una vez que por las noches me escuchaba hablar en sueños y decir ..ma…ma.. puto…puto. Ma…Puto. Yo recuerdo que soñaba con esas vergas y que mi madre intentaba salvarme de aquel destino sodomita. Por la mañana mi calzón aparecía pegoteado.
Semanas después, como todas las noches, contemplé por el ojo de la cerradura a mi padre hacerse tirar la goma por la negrita de turno, clavarla por el culo y por la concha para luego sentarme contra la puerta a desahogarme pajeándome en penumbras. Entonces se abrió esa puerta de par en par.
La hermosa poronga a media asta de papá, la enorme cabeza rosada de la cual colgaba un hilo de moco quedó a la altura de mi frente (hoy pienso que si me hubiera estirado a chupársela, no se hubiera negado).
Entonces aquel varón elegantísimo y de cuerpo torneado que apenas conocía, me tomó de la mano y me hizo pasar. En la habitación había olor a sexo y a su colonia. Mi pija todavía saliendo de mi bragueta reventaba.
Father me hizo desnudar y sentarme en una silla. Volvió a su lugar de cogedor e indicó a la negra que se la chupara. Su erección era más imponente estando cerca que desde mi sitial de espía.
Escupiéndose la pija la penetró en cuatro de un golpe por el orto. La negra gritó y empezó el bombeo. Las piernas me temblaban, mi poronga, casi del tamaño de la de él, latía, y pensé que me iba a desmayar porque me explotaba la cabeza. La negra gemía de placer y me miraba con cara de pantera. Bombeó el turro de mi padre y bombeó mientras, severo, me contemplaba.
Papá me tomó nuevamente de la mano para hacerme recostar en su cama. La negra, ante un gesto de su patrón se colocó sobre mí, y sentí por primera vez mi pija entrar en una concha. Sentí por primera vez el calor de otro cuerpo tragándose mi verga.
Esa negra fue acomodada de la misma manera que luego tantas veces acomodé a otras mujeres para compartirlas con amigos. Y la garchamos salvajes, los dos al mismo tiempo. Él por el orto y yo por la concha mientras nuestros huevos se golpeaban desenfrenados.
Acabamos los tres. Los gritos y gemidos rebotaron contra la acústica de aquella casona consular y estoy seguro que toda la servidumbre fue testigo al menos auditivamente del trío animal mientras mi madre dormía o lloraba su resignación desesperada en otra parte del palacio.
Lo último que recuerdo es que la negra se desprendió de nosotros chorreando leche y largando pedos por delante y por detrás. Reímos abrazados y desnudos besándonos, mi padre y yo, como nunca lo volvimos a hacer, especialmente cuando mamá, a los pocos días abandonó Mozambique y regresó a Italia.
Parece que ya no hablé más en sueños. La capital de aquel país es todavía Maputo.
Continuará...