José María Gómez/Nosotros y los baños/Las pensiones Yo no sé si todos los cordobeses son iguales pero éste vivía tocándosela y, con ese toni...
Yo no sé si todos los cordobeses son iguales pero éste vivía tocándosela y, con ese tonito que todos conocemos, gracioso, nos narraba con lujo de detalles sus amores con las chicas. Parece que tenía gran experiencia a pesar de su corta vida (no llegaba a los veinte) y, por algún motivo, ninguna se le resistía y todo terminaba de maravillas: “Se la mandé a guardar, y pataleaba”, proclamaba haciendo el gesto pertinente que nos hacía reír. A mí me calentaban sus historias, no lo voy negar pero otros, quizás mas avispados, me decían: “Creele la mitad”.
Nos reuníamos en cualquier recodo con él, generalmente después del mediodía y todos nos prestábamos con mayor o menor interés a escuchar sus historias. No obstante, comencé a darme cuenta de que, en el momento culminante, me miraba con intensidad a los ojos y a veces me guiñaba. Era un poco bajo de estatura pero espigado y, hablando de miradas, tenía unos ojos que te encandilaban.
Una tarde de mucho calor nos quedamos unos pocos con él. Estuvo particularmente inspirado y tanto que casi en ningún momento dejó de estrujarse la entrepierna. Se le había cambiado la voz que sonaba insinuante, más que otras veces. Y entonces dijo, al final, con la mayor inocencia (según creí) y mirándome: “Vamo’ guanaco, a dormir la siesta”. Todos se desperdigaron y cuando yo enfilé para la pieza, me invitó, sorpresivamente: “Vení a la mía que está más fresquita”. Dudé. Me dije, para mí: “Este me va a empezar a contar…”. Pero accedí, más bien por educación, diciéndole: “Bueno, un ratito”. “Y bueno, sí”, me contestó, “si no hay más remedio…” Ahí empecé a caer.
Había dos camas. Él se fue de inmediata hacia la suya, se tiró, despatarrándose, dado vuelta hacia arriba y, como era su costumbre…tocándose con ganas. “Bueno, me voy a dormir…”, dije, y acercándome a la otra cama, comencé a desnudarme. “¿A dónde vas, culiau?”, exclamó, y en voz muy baja: “Vení acá”. Y entonces lo miré. Y lo que vi me encandiló, aún más que sus ojos.
Se había sacado el pantalón en apenas un segundo. Estaba bastante oscuro; era cierto, la habitación era de las fresquitas y apenas entraba el sol. Encendió una linternita. Se enfocó. Me puse rojo, de vergüenza. Pero igual me acerqué. Le vi el ombligo: perfecto, unos pelitos rubios y más abajo, eso: rutilante, grueso, tentador. Tambeleé un poco. Me acerqué un poco más. ¿Y… cómo la vez… no es para despreciar?, dijo, libidinosamente, y empezó a masturbarse como loco. Se notaba que le encantaba mirarse, pajearse, como si estuviera enamorado de su pija. Yo no sabía qué hacer, la verdad. Se incorporó y siguió con lo suyo, frenéticamente. “Dale, culiau, pajeate vos también”, decía, apretándose el tronco con fuerza y, por eso, la cabeza de la verga enrojecía, se agrandaba, parecía estallar.
Yo estaba en calzoncillos, me los bajé pero no podía competir con él. El cordobés se mataba, el borde de su mano hábil golpeándose la base, haciendo ruido y se escupía, una saliva espesa que le embellecía el glande, un primor. “Mirá qué linda que es, ¿te gusta?”, dijo y quiso entregarla pero no aguantó: la leche a borbotones, saltó, y me mojó la panza.
PD: Desde ese día, dejó de contarnos las historias, mejor dicho, me las contaba solamente a mí en la obscuridad de su cuarto. Yo lo escuchaba juiciosamente hasta que sacaba a relucir la linternita. Y entonces me acercaba. Y ya se estaba matando, con fruición, la verga roja, dura, castigada. Yo, de a poquito, me fui animando a más. Lo ayudaba, sobre todo los días de mucho calor y se hizo una costumbre. El cordobés me venía a buscar a mi pieza: “Vamo’ a dormir la siesta, guanaco”, y yo lo seguía, con el corazón en la boca. (FIN)