José MarÃa Gómez | Las pensiones | El Braulio | Él: ¿Estas durmiendo…? Yo: No. Él: Te quiero contar algo… me quisieron chupar la pija. Yo:...
Él: ¿Estas durmiendo…?
Yo: No.
Él: Te quiero contar algo… me quisieron chupar la pija.
Yo: ¿Qué?
Él: Un flaco, recién, cuando venÃa por la calle.
Yo: Ah.
Él: Yo le dije que no. Yo no soy puto…
Yo: Claro.
Él: Pero quedé caliente… mirá.
Yo: !!!
El Braulio, como todos le decÃamos, era el preferido del dueño de la casa. El hombre no vivÃa con nosotros, claro, venÃa todas las mañanas a controlar y luego se retiraba. Pero nunca dejaba de visitar al muchacho que usufructuaba de la mejor habitación. Se encerraban. “Cualquier cosa, se la cuentan al Braulio”, nos solÃa decir, “mañana vuelvo”. Y asà todos los dÃas.
El Braulio era un “monumento”. Y no lo digo yo, solamente. Poco tiempo después, cuando ya me habÃan echado de la pensión, yo estaba con un amigo en un bar y éste se pone blanco de repente y exclama, tapándose la boca: “¡Mirá ese chongo, no lo puedo creer, lo bien que está, me muero!”. Me di vuelta enseguida: era el Braulio. Entonces el muchacho se acercó, me dio la mano; mi amigo, al que le gustaban los hombres, claro, casi se desmayó.
El Braulio, además de ser un monumento de pinta, tenÃa un monumento de pija. Ese era el secreto de sus privilegios. No pagaba la habitación. El dueño, un señor muy atildado y correcto, casado y todo, la disfrutaba todas las mañanas. Nunca hicieron escándalo pero se supo, como todo. También se corrió la voz sobre el tamaño del Braulio, que no creÃ… hasta esa noche.
Él: “¿A vos te gustan los hombres?”
Yo estaba muy cansado esa noche, medio dormido. Además de ir a la facultad, tenÃa que trabajar, y no entendà enseguida el motivo por el cual el Braulio se metÃa en mi pieza, tan tarde y, haciéndose el boludo, me la mostraba. Asà que encendà la lámpara, muy pequeña, muy débil. Me incorporé. El Braulio estaba sentado en la otra cama, desocupada por algunos dÃas, con las piernas abiertas, muy abiertas. Abrà la boca, bostecé.
Él: “Yo no le voy a contar a nadie, te juro”
En aquellos dÃas, ser puto no era una ninguna maravilla (con lo maravilloso que es): no habÃa leyes, era bastante parecido al escarnio y a la indefensión. Que hoy mismo un gay famoso y parlanchÃn sea funcionario del gobierno nacional es increÃble, quiero decir, impensado algunas décadas atrás. No todo tiempo pasado fue mejor.
Él: “Vos me gustás, no sé lo que me pasa, perdoname…”
Yo nunca le habÃa dado bolilla, lo equiparaba a un buchón, tan amigo del dueño. Igual, ya me habÃa dado cuenta de su fÃsico. Y él también. En esa pensión el baño era enorme, una rareza, y cuando nos bañábamos detrás de la cortina, era común que alguno entrara a orinar o afeitarse, como hacÃa este pibe. Y entonces, al salir del cubÃculo, mojado, yo me daba cuenta de que me miraba a través del espejo, disimuladamente y mientras se afeitaba. Él, con el torso desnudo y una toalla enorme y blanca que le llegaba hasta los pies: un detalle, los pies… pero mejor se lo imaginan.
Él: “Nunca te dije nada, no me hablás. Si vos querés, yo… yo me quiero acostar con vos… ahora”.
Y se puso de pie. Se habÃa bajado los pantalones hasta las rodillas y se tapaba el sexo con las manos, no sé cómo podÃa hacerlo, pero se tapaba. Y se acercó, lentamente.
Continuará.