José MarÃa Gómez / El muchacho de la clase trabajadora / Las pensiones El muchacho de la clase trabajadora (como me gusta recordarlo), Mari...
El muchacho de la clase trabajadora (como me gusta recordarlo), Mario, era un tremendo calentón. No se sabe si por estar todo el dÃa entre bulones o engrasado y, por supuesto, entre hombrecitos como él, le venÃa esa necesidad de tocarse, como acomodándola, algo asà como intentando sujetarla para que no se le saliera para afuera. Era infernal. Pero lo peor (para mÃ) sucedÃa a la hora de la siesta, los sábados. Los dÃas domingo, Mario partÃa a la mañana temprano para visitar a unos parientes y no volvÃa hasta la media tarde (justo a la hora en que escuchaba los partidos) pero los sábados, cuando venÃa de su medio turno y se acostaba a dormir la siesta… ¡desnudo!, eran para mà insoportables, es decir, placenteros, es decir, se me volaba la cabeza.
Fuera de eso, que se resolvió favorablemente, mejor dicho: MUY favorablemente, y por ese motivo es que entró en mi pasado (y en otra parte, también), Mario era un pibe bárbaro, el compañero ideal para compartir una pensión. No sé si ustedes han tenido la dicha o la desgracia de vivir en esos lugares. Cantidad de chicos del interior que van a las grandes ciudades a trabajar o a estudiar han pasado por ellas y no se las olvidan jamás. Puede ser una experiencia desastrosa y triste (la melancolÃa suele invadir los pasillos como un tufo espeso) pero puede ser lo contrario: la convivencia solidaria con un montón de guachos en edad de merecer. Yo lo vivà asÃ, y estoy agradecido a la vida por ello. Por supuesto que muchas veces tuve que compartir el lugar con algunos desubicados pero en general fueron buena gente. Y algunos fueron extraordinarios, en todo sentido, como fue el caso de Mario. Y mientras escribo esto y lo recuerdo, me emociono y, también, me gustarÃa volver a estar entre sus brazos fuertes, como estuve.
Volviendo al tema de los sábados, a Mario mientras dormÃa la siesta le venÃa una erección. Tremenda, dura, y duradera, que apuntaba hacia el techo. Bajo la sábana que milagrosamente lo cubrÃa (no sé qué hubiera hecho si quedaba al descubierto, bueno, sà sé, porque una vez…), sigamos: bajo la tela blanca terriblemente usada pero limpia esa montaña enorme invitaba a un festÃn, anunciaba al mundo la fuerza incontenible de su juventud pero también o a mà me parecÃa, la reserva viril inagotable de su clase. Las pieles blancas están bien, y las correspondencias de modos y cultura… ahora bien, háganse cojer con un guacho de la clase trabajadora y después me cuentan… les va a quedar el culo abierto para siempre.
El tema de la comida en esa pensión era un drama. HabÃa una cocinita que siempre estaba ocupada, no tenÃamos cubiertos y, si andábamos con plata, desde la fonda hasta la pensión la comida se enfriaba. A Mario le gustaba comer afuera. “Hay que darles de comer a todos”, decÃa, refiriéndose a los que trabajaban en los locales de comida y, durante un largo tiempo, fuimos a uno donde se desempeñaba justamente uno de nuestros compañeros de pensión. ¿Por qué les cuento esto? Porque apenas terminábamos de comer, y de tomar nuestros cuartitos de vino (y de hablar de todo un poco, y de reÃrnos por cualquier pavada o de palmearnos: él lo hacÃa, más bien, y me encantaba), a mà me venÃan unas ganas feroces de acostarme con él, bah, de cojer con él hasta que se terminara el mundo.
(Operaba una mezcla indefinida de la cosa familiar: papá y mamá que se iban a la cama después de la cena, melancolÃa y desarraigo, dolores antiguos (Mario habÃa perdido a su mamá cuando era un niño), goce (en el sentido psicológico) y, sobre todo, que el guacho se ponÃa tan simpático y campechano, tan “hermano”, que me parecÃa que entre su cuerpo y él mÃo no deberÃa haber distancia, que resultarÃa “natural” que luego de tanto acercamiento, tanta amistad, descansáramos juntos, aferrados, a salvo de toda soledad y de toda muerte).
Uno de esos benditos sábados, llovió.
Continuará.