José María Gómez / Nosotros y los baños / Las pensiones | La nueva pensión era muy diferente a la primera, y no para estudiantes. Y se notab...
José María Gómez / Nosotros y los baños / Las pensiones |
La nueva pensión era muy diferente a la primera, y no para estudiantes. Y se notaba enseguida: cuando entré, por primera vez, la cocina estaba desierta, el baño también y, cuando la interrogué con la mirada a la dueña, me dijo, con voz seca: “Acá todos trabajan”.
Después se encariñó conmigo. Yo era el único estudiante del lugar y ella no era la típica dueña de pensión. Era bastante educada y vestía con elegancia. Una vez me confesó que sus padres habían sido adinerados. Se llamaba Julia (Julita la llamaba su hombre, uno que también trabajaba y no se metía con nadie). Sentí que me observaba. Un mes después y sin decirlo claramente, me mudó de pieza. “Esa te va a gustar más”, me dijo con una sonrisa. La piecita en cuestión estaba arriba, después de las escaleras, y era para compartir. Fue el paraíso… y algo de infierno, también, porque las cosas siempre vienen así.
Mario, el muchacho de la clase trabajadora, tenía veinte años (y veinte centímetros, entre paréntesis… pero no me quiero adelantar). Trabajaba en la industria metalmecánica y no estaba en todo el día. Yo aprovechaba la soledad para mis asuntos. Leía y preparaba las materias en el minúsculo patiecito lindante con el cuarto y lo esperaba, es decir, me di cuenta un día de que lo esperaba. Aunque todavía faltaba lo mejor.
Cuando entré a la pieza la primera vez y con mis cosas (no mucho más que los libros) el lugar me pareció minúsculo, y que lo era. Dos camitas, una al lado de la otra y apenas separadas por una única mesita de luz, y, además de la mesa y un par de sillas, el consabido ropero de color marrón. Toda una escenografía de la tristeza… ah, colgaba desde el techo una preciosa lamparita de 25 watts, completando el cuadro. En su lado, mi flamante compañero de pieza (a quién apenas conocía) había pegado la lámina de un diario a doble página de su equipo de futbol preferido: Boca, si no me falla la memoria y, más abajo y en un rincón, un retrato de Evita. El pibe era peronista. Abrí el ropero. Pocas ropas, un mono azul de trabajo recién lavado y planchado. Olía todo muy bien allí, una mezcla de naftalina y colonia de marca Fulton (vi el frasco de perfume y todo). Me predispuse favorablemente. Y entonces descubrí la foto. Clavada en una de las puertas del ropero, una imagen algo borrosa lo mostraba de cuerpo entero, en la pileta de la Obra Social. Flaco pero musculoso, alto, abultado, sencillo, soñador, un bombonazo. Sentí que me desmayaba.
Me tiré en la cama, la mía. Más tarde se fue el sol, o casi. Todo se puso rojo de repente. Mario entró, ya enterado de mi presencia. Me dio la mano. Estaba vestido con sus ropas de trabajo. Abrió la puerta del ropero, la otra, y se persignó. Tenía la imagen de la Virgen, que yo no había visto. Después me miró, como quien no quiere la cosa…pero no. Me dijo, entonces: “Perdoname, pero yo me voy a desnudar… tengo que lavarme”. Y lo hizo. No cerré los ojos, ¿para qué?, igual ya lo había visto en mi imaginación, como en sueños. Era tal cual, perdón, mejor, mucho mejor. Se puso de espaldas. Pero luego giró, y estaba allí, totalmente desnudo, delante de mis ojos. Yo no podía creer lo que estaba viendo, así nomás, de golpe. Me quedé helado, inmóvil, con la boca abierta. “¿Qué mirás?”, preguntó, divertido. “¿Nunca viste una pija…?”, agregó. “Mirá que no quiero líos”, terminó diciendo mientras se colgaba la toalla pero antes, por algunos preciosos momentos, se la tocó, estirándola un poco, como si hiciera falta.
¡Bienvenidos a la piecita de Mario, amigos míos, ya saben ustedes lo que hay!
Continuará.