José María Gómez / Nosotros y los baños / Los putos “¿Querés ponérmela vos a mí?”, me preguntó, en mitad de la noche. Y no fue una sorpresa...
“¿Querés ponérmela vos a mí?”, me preguntó, en mitad de la noche. Y no fue una sorpresa para mí, tal vez una corroboración feliz a mis afanes, a la correspondencia deliberada con que mi cuerpo se acomodó tantas veces a sus movimientos delicados, a escoltar la sutil transformación de un cuerpo dotado con todas las prendas de la masculinidad (repito, tenía las formas de las estatuas griegas) en un cuerpo propicio, abierto, capaz de entregarse a las delicias de la posesión, es decir, a las de ser poseído a su vez. Hasta entonces, el muchacho había cumplido con todas las facetas de su rol y yo no podía esgrimir ninguna queja (salvo las del caso, gemidos, la voluptuosa necesidad del ¡ay! cuando el macho la pone, como un regalo a sus oídos) y, durante la primera parte de la noche, me penetró muchas veces, concentrado, feliz aunque inexperto. Y yo correspondía moviéndome con frenesí, totalmente enamorado. A veces, con algún esfuerzo, acomodaba mi cuerpo atravesado para intentar verlo (en aquellos tiempos la posición casi exclusiva era colocarse en cuatro patas, firme, y el otro atrás, sacudiéndote como un animal) y yo lo hacía como una manera de extasiarme, de constatar lo maravilloso del caso, es decir, no podía creer que un guacho tan hermoso me estuviera cojiendo.
“Eso se llama vuelta y vuelta”, le dije, bromeando, y se largó a reír. Su risa llegó a mí como un sonido de campanas; a su lado, emocionado y un poco dolorido a decir verdad (el pibe la tenía de tamaño normal pero dura como una piedra), la conmoción ante sus palabras me recorrió el cuerpo, electrizándome. Lo tomé de la mano. ¡Ah, qué maravilla! Agarrar de la mano a tu amante, sostener por un breve momento la mano del hombre a quien vas a poseer es una de las alegrías de este mundo. Hay manos grandes y pequeñas, ásperas y suaves, endurecidas por el rechazo injusto o entregadas: las manos de Roberto eran delicadas, perfectas, las sentí en la palma como un aleteo de palomas. Pero claro, también me provocaron una erección tremenda, incontenible, y no solamente por la posibilidad entrevista o su invitación: me vinieron unas ganas tremendas de violarlo. No sé por qué cuento esto. Esa palabra es dura (pero, también es inconmensurable y extraño el campo del deseo).
¿Te la vas a aguantar?, le pregunté, con voz ronca. Otro síntoma. Cuando estoy muy caliente se me engrosa la voz (también cuando estoy enamorado). Pero no rió esta vez. Sentí su miedo, su cuerpo de hombre, intacto, no le respondía aún a su cabeza. Loca, ésta se solazaba con la imagen, el deseo dibujándole un cuerpo que lo atravesaba, la piel sedosa queriendo ser rasgada de golpe para encontrar la otra, una más profunda, la verdadera piel reinventada a pijazos. Por eso no lo quise abandonar. Si se arrepentía, si se levantaba, si se apagaba la luna de repente, no lo iba a poder soportar. Que no fuera mío en esa noche se me antojaba terrible, desconsolador. Seguirían mis días desde entonces con ese peso, grave, como el de un niño muerto a mis espaldas.
“¿Y, te gusta?, susurré, alelado. Había llevado con delicadeza la mano hermosa de Roberto sobre mi cuerpo, mejor dicho, sobre una verga que se reventaba. En todo su esplendor y tamaño, capaz de hacer sufrir, como dice el tango: “Primero hay que saber sufrir, después amar…”, y así se lo canté, al oído, como penetrándolo. Y le gustó, mucho. Sentí que todo su cuerpo se exaltaba, algo así como un escalofrío benefactor que le recorría la espalda, como una alegría también, indefinida y extraña, que le alborotaba el cerebro. ¡Qué momentos! Acarició, apretó, se la imaginó adentro, muy adentro. Y quiso, con todo su cuerpo y también su alma. Y entonces dijo, para mi felicidad, y ya entregado: “¡Qué hermosa pija que tenés!”. Fue la señal. Me le eché encima, con fervor, como arrojándome a un mar caliente. Y cuando la saqué, ya con el sol encima (Roberto estaba medio dormido y babeando, hecho bolsa) me quedé mirándolo durante un largo rato, como se mira a las rosas. Estaba más hermoso que nunca.
PD: Nuestro amor duró bastante tiempo. Cuando terminó, yo me mudé de pensión. “¿Dónde estarás, Robertito…”?