José MarÃa Gómez / Nosotros y los baños / Los putos No crean ustedes que, por lo que estoy contando, yo vivÃa para el sexo. Me habÃa metido ...
José MarÃa Gómez / Nosotros y los baños / Los putos
No crean ustedes que, por lo que estoy contando, yo vivÃa para el sexo. Me habÃa metido en Letras (que no terminé por asuntos que ya describiré), leÃa un libro por dÃa, querÃa ser escritor y mis temas predilectos eran el nouveau roman y el existencialismo. No obstante, siempre me consideré orientado hacia el amor y aunque estaba inficionado de ideas racionales en el fondo era (y soy) un romántico incurable. Y, debo reconocer, siempre tuve una desarrollada percepción ante la belleza. Sobre todo la belleza masculina. Y habÃa un derroche impresionante en las facultades. Resumiendo: lo quisiera o no, vivÃa en estado de calentura permanente.
El asunto con Roberto venÃa complicado. El tipo se hacÃa el “desentendido” (para quienes no lo sepan, ser un “entendido” fue uno de los tantos eufemismos de la condición) y, para colmo, en los contados encuentros circunstanciales que tuvimos me pareció percibir en él una velada burla hacia mis intenciones. Una tarde de verano me fui a la terraza a tomar sol (en realidad no era una terraza propiamente dicha sino el techo de la pensión y se llegaba atravesando cables y recovecos). Acostado boca arriba me entretuve mirando de soslayo a mi cuerpo y, en el centro, a una curva ascendente cargada de promesas. Y me puse a pensar en él, intensamente. ¡Y de repente vino! Como traÃdo por mi imaginación, el estudiante de medicina acarreaba consigo una frazada (a todas luces inadecuada pero era lo que habÃa) y se sentó a mi lado. “Yo también quiero”, dijo, refiriéndose a mi actividad hedonista. “Entonces, sacate la ropa”, le contesté. Y lo hizo. Quedó en calzoncillos (tampoco tenÃa malla de baño, al parecer). Y enloquecÃ. Para que se entienda bien: no existÃa Internet, el mundo de la imagen no se habÃa “inventado” todavÃa. Ver al italianito casi en bolas bajo un sol espléndido fue una de las cosas más hermosas que habÃa visto en mi vida. No lloré, por suerte (ante la belleza inaudita suelo llorar). Reemplacé la evidente conmoción con una erección descomunal. Y Roberto la descubrió.
Nos fuimos juntos a mi propio cuarto. Al entrar, se impresionó un poco con la montaña de libros y el gran afiche de Camus que colgaba de la pared. Para entonces ya se habÃa vuelto a colocar el pantalón y yo también. (Una de las reglas del lugar que algunas veces se desobedecÃa era la prohibición de deambular en paños menores por la casa). Nos sentamos en mi cama, uno al lado del otro. ¡Ã‰ramos tan inocentes! … él, sobre todo. Enamorarse es fatal, te convierte en estúpido de la noche a la mañana. Estar caliente es mejor, te obliga a actuar, para bien o para mal. Yo estaba en la primera condición, sin duda, pero en la segunda también. Asà que me animé, casi. Coloqué mi mano trémula sobre su pierna, ahÃ, muy cerca del abismo. Roberto me miró, parecÃa asombrado, tembló un poco. “¿Puedo cerrar la puerta?, le pregunté, con el corazón en la boca. “No, si ya me voy”, me contestó, sepultándome.
Todos Ãbamos a Arteón a ver pelÃculas. Pasaban las “de arte”: Pasolini, Antonioni, Bergman, un festÃn. Una noche me lo encontré allÃ, a la salida. Estaba con un amigo que me pareció amanerado. Me dio ilusiones pero celos también. Fuera de la pensión parecÃa distinto, más desenvuelto. E igualmente hermoso. Me acerqué. “Después nos vemos, si querés”, dijo, luego de presentarme. El otro me miró como si yo fuera una cosa. Lo esperé en la pensión, temblando un poco. No llegó enseguida y me fui a dormir. Pero antes me vengué. Pasé por la pieza del estudiante de derecho y le chupé la pija, asà nomás, mientras el otro, su compañero de habitación, se cagaba de la risa. Roberto no volvió en toda la noche. Creo que lloré un poco, para variar.
Continuará.