José MarÃa Gómez / Nosotros y los baños / Los putos Cuando Ismael estaba armando sus petates sonó el teléfono de lÃnea. “Llegué a Ezeiz...
- José MarÃa Gómez / Nosotros y los baños / Los putos
Cuando Ismael estaba armando sus petates sonó el teléfono de lÃnea. “Llegué a Ezeiza recién, venà a buscarme”, me conminó la razón de mi vida (o una de ellas). El chico habÃa terminado sus trámites de ingreso (en la UCA) y consiguió una plaza en la residencia de estudiantes. Vuelve a su pueblo, a la casa de su padre, para pasar el verano. “Por supuesto que nos vamos a ver”, me dice, radiante, acomodándose el bolso nuevo y elegante que le compré ayer mismo, para el viaje. Nos besamos (pero no el boca). Ya todo lo que tenÃa que pasar, habÃa pasado. VolvÃa a ser el hijo de Vergara.
Una mañana de setiembre mi padre se fue al cielo o, por lo menos, al cielo de los padres. Pero no lo pude llorar. Ocupé mi lugar sosteniendo la bruñida manija del féretro y acepté las condolencias. Lo velaron en el club de sus amores (y de los mÃos). Vinieron todos, entre ellos, unos antiguos camaradas de cuando habÃan hecho juntos el servicio militar. Me hablaron mucho de él. Las historias que me contaban sonaban legendarias y recalaban todas en un hecho del que ya me habÃa percatado: su belleza viril era visible para todos y, en consecuencia, “no dejaba tÃteres con cabeza”, según sus admiradores. Sin embargo, mientras lo hacÃan, yo no dejaba de pensar en mi padre de un modo muy diferente a ese pasado juvenil y “cojedor” (uno de ellos, que tenÃa una manera de hablar suave y parsimoniosa, lo dijo asÃ: “Era muy cojedor” y yo no pude menos que largarme a reÃr): desnudo y solo bajo la tierra negra, inexpugnable, definitivamente al margen de mis deseos de echarme entre sus brazos para siempre.
Una semana después hice el amor con ese hombre. Era del sur y antes de que regresara a sus pagos, lo visité en el hotel para agradecerle, en nombre de la familia, su presencia. Cuando bajó al hall de entrada para recibirme, lo percibà mucho más atractivo que en el velatorio. Sin sus ropas oscuras, apareció el deportista que supo ser (habÃa sido boxeador, según me enteré enseguida) y, contrario a mis intenciones, me invitó de inmediato a subir a su cuarto. Era la primera vez que entraba a un cuarto de hotel. Y con un hombre. Sentado juiciosamente sobre la única silla del lugar, observé con una especie de pánico sus ropas sueltas desparramadas por la habitación: pantalones, camisas, camisetas, y, para mi perdición, una prenda que habÃa visto subrepticiamente en los anuncios de las revistas de deporte de mi viejo: un antiguo suspensor blanco elastizado de la marca N.A.T. La puerta del baño estaba abierta. “Me pescaste orinando”, dijo y a continuación y con total desparpajo, se bajó el cierre del pantalón y continuó la faena. Me quedé helado. Desde su lugar me preguntó (por sobre el ruido de un chorro que se adivinaba abundante): “¿Vos sos virgen, pibe?”
No pude contestarle de inmediato, sentà que el cuarto se me venÃa encima y, enseguida, una excitación desbordante y nueva me provocó una erección que de golpe interrumpÃa el duelo. O lo reinauguraba. Me incorporé. Audaz, muy joven, inexperto y de alguna manera procaz: eso fui. Me asomé al cuarto de baño. Era diminuto pero un sol de primavera entraba generosamente por la ventana, iluminando la estancia. El hombre se habÃa sacado la camisa en el Ãnterin y mostraba sus músculos maravillosamente conservados. Dos brazos gigantescos se unÃan por debajo sosteniendo entre sus manos algo que miraba con atención, tal vez con sorpresa, haciéndose a la idea, imaginando lo que se sentirÃa tener sexo con un muchachito que todavÃa conservaba en su manga más arriba del codo una tira de tela negra que anunciaba al mundo una orfandad reciente y definitiva. Yo también miré. Gotas doradas de orÃn (y que imaginé dulces) coronaban aún una erección brutal que no podÃa disimular.
“No, ¿por qué?”, contesté a su pregunta, poniéndome a su lado. Era la primera vez que estaba hombro con hombro con otro hombre, casi un desconocido. Me gustó. Sentà que si no la sacaba, iba a explotar. “¿Vos también tenés ganas?”, dijo, por toda respuesta, refiriéndose supuestamente a una necesidad fisiológica. Pero yo tenÃa otros planes. Bajé mi cierre y la arranqué del pantalón asà como estaba, terriblemente dura y golpeándome el ombligo. “La tenés grande para ser un pibe”, exclamó y entonces me mostró la suya, ya sin inhibiciones. Era de longitud normal pero muy gruesa, según recuerdo bien. Comenzó a acariciarse. “Y ahora qué hacemos”, preguntó, apoyando su brazo musculoso sobre el mÃo. Sentà que me desmayaba. Era una sensación desconocida que me producÃa voluptuosidad y terror, alegrÃa y miedo, en definitiva, todo lo que se necesita para gozar en grande. Pero entonces el hombre se puso de rodillas y, con una habilidad impensada, abrió la boca y me chupó la pija de una manera tal que yo atesoro como la primera vez en mi vida.
Entonces lloré, pude llorar. Cuando el hombre completó la tarea (bebiéndose todo como se acostumbraba en esos dÃas) me desnudó y, muy suavemente y con una ternura extraña en ese cuerpo voluminoso, fuerte y acostumbrado a las acciones más rudas, me colocó sobre la cama. Él, a un costado y sin sacarse el pantalón, me observaba sin hablar, como si me velara. Entonces, viendo mi propia desnudez, me acordé de mi padre, desnudo y solo bajo la negra tierra, y por eso lloré, pude llorarlo al fin. (Pues sentà que su cuerpo era el mÃo también, y el cuerpo de todos los hombres que nos antecedieron y nos sucederÃan, todos hermosos, todos atravesados por la alegrÃa y el dolor del deseo). Y lo hice en brazos de ese hombre que en esos momentos se convertÃa en todos los hombres del mundo, mejor dicho, en todos con los que harÃa el amor de ahora en más, repitiendo hasta el infinito ese rito original de hombrÃa y orfandad para el que habÃa nacido.