José MarÃa Gómez | Nosotros y los Baños| Los Putos| Otra cosa que hacÃa Ismael era meterse en mi cama. SubÃa las escaleras –descalzo y ap...
Otra cosa que hacÃa Ismael era meterse en mi cama. SubÃa las escaleras –descalzo y apenas vestido con uno de sus calzoncillos azules– y se despatarraba sobre las mantas. Boca abajo, la espalda amplia dividida en dos por una columna algo desviada, me permitÃa observar su cuerpo como si fuera un territorio, el lugar anhelado cuyo descubrimiento exigÃa pasión pero también destreza. Un paso en falso, una deliberada equivocación trastocarÃa el objetivo, mudarÃa en frustración un deseo que nos pertenecÃa aunque era mÃa la necesidad de no interrumpir con deslices la lÃnea capital que nos llevarÃa a nosotros mismos. Yo era un padre y él, un hijo; mejor dicho, yo debÃa encontrar en la intrincada manifestación del deseo el lugar del guÃa, el protector, alguien a quien le correspondÃa garantizar al otro que llegado el momento de la entrega podrá sobrevivir. Un daddy capaz de devolverlo sano y salvo a la cordura.
Más abajo, y apenas cubierta por la tela, la espalda de Ismael se hacÃa curva impetuosa, redondez, interrumpiendo con su sola presencia toda elucubración, todo recato. Era desesperante. Pobres aquellos que no han sufrido tamaño desatino. Me dolÃan las manos, el gesto interceptado por la mesura amenazaba estallar, no lograba encontrar el argumento para no hundir mis dedos, ahogar en el umbroso tajo la precaución, entregarme. Una agonÃa dulce, una ventura cruel, todo lo que se necesita para enamorarse. Yo se de qué les hablo. Ismael tiene el trasero más hermoso del mundo.
La primera vez que se metió en la cama yo dormÃa. En el sueño, un muñeco de porcelana antiguo, de esos con el culo cerrado, se entretenÃa balanceándose sobre la ventana, provocándome: al menor movimiento de mi cuerpo se estrellarÃa fatal sobre el abismo. También habÃa lágrimas en el sueño pero no podÃa saber si eran de pena o de alegrÃa.
Quiero que se entienda bien. Ismael no era un muchachito más. Era el hijo de Vergara. Volviendo a lo importante, era un tremendo guacho que cuando me aplastaba me quitaba la respiración. Le gustaba jugar, pellizcarme, realizar conmigo pruebas de resistencia. Se hacia el muerto. Dejaba caer sus brazos increÃblemente largos sobre el colchón. Yo rezaba (y también, comprenderán, se me paraba la pija). Y entonces Ismael giraba de repente y se echaba de bruces sobre mÃ, inmovilizándome, calentándome el cuello con su aliento. OlÃa en esos momentos a dulce de leche y mazapán. Otras veces, se acurrucaba tiernamente a mi lado y me tocaba la cara.
Un dÃa dijo, sorpresivamente: “Me molesta esto”, y se sacó el slip de un manotazo. Recordé en él el gesto de Vergara. Desnudo, puro, inclemente, le brillaba la piel que escondió prestamente debajo de la sábana. Sentà el golpe. “Mirá que no soy tu padre”, lo reconvenÃ. “Por eso”, me contestó, alargando la mano.
(Continuará)