José MarÃa Gómez | Nosotros y los Baños| Los Putos| TenÃa hambre de abrazos, abrazos fuertes, de hombre, de esos que se necesitan para vivir...
TenÃa hambre de abrazos, abrazos fuertes, de hombre, de esos que se necesitan para vivir. Y no es que los estuviera mendigando: una vez que descubrió la fuente inagotable, es decir, cuando supo que yo podrÃa brindárselos sin lÃmites, se entregó a ellos con fruición. Entraba sigilosamente a la cocina cuando yo estaba preparando un jugo y me rodeaba con sus brazos largos y no me dejaba tranquilo hasta que yo me diese vuelta para atraparlo. Entonces cerraba los ojos. Todo su cuerpo se ablandaba, se hacÃa frágil, sedoso, adoptaba maravillosamente la forma de mi propio cuerpo como entregándose.
Ismael es un poco más alto que yo pero yo soy más fuerte. Atenazándolo, aprovechaba también para mirarlo. Su rostro hermoso que imaginaba también virgen de caricias me provocaba ansias, deseos de besarlo. Sus labios delicados que abrÃa levemente implicaban promesa y también desenfreno. A veces hubiera preferido que en esos momentos me mirara, descubriera en la comisura de mis labios la saliva o pudiera atisbar, en el fulgor de mi mirada, qué otras cosas o cuántas serÃa capaz de hacer (además de abrazarlo) si me lo permitiera; entre ellas, convertirme en puño y que el abrazo tierno se haga feroz, inevitable, capaz de atravesarlo como a una mariposa de coleccionista. Pero él también lo sabÃa, y esperaba el momento. Me lo dijo después, cuando pasó todo. Y digo “pasó todo” con una liviandad mentirosa, es increÃble que sólo dos palabras intenten referir a tanto fuego y a tanto crimen (pues ese amor estuvo a punto de matarme).
En “Un tranvÃa llamado deseo” hay un texto de Blanche Du Bois con relación a Stanley Kowalski: “Ese hombre me va a destruir”. Salvando las distancias, Ismael me dijo que pensó, cuando me vio la primera vez en la estación: “Ese hombre me va a cojer”.
Vuelvo a los abrazos. Derrumbado sobre mi cuerpo y yo sosteniéndolo con firmeza, comenzamos a registrar la tibieza que se alojaba ahÃ, en donde somos hombres. El roce todavÃa fugaz se fue avivando, creció, en algún momento descubrimos que nos abrazábamos para eso nada más, para restregarnos las pelotas. Él, Ismael, al principio laxo, su montañita que se harÃa feroz se acomodaba, tierna, y sostenÃa mi embate. Más tarde reaccionó. Ahora, cada vez que nos abrazábamos, echaba su cuerpo hacia adelante, apretaba, sostenÃa mi calor con el suyo, como midiéndonos, las dos durezas todavÃa inocentes preparándose para el desastre, el momento anhelado en que escaparÃan del nido para destrozarse.
Amo a Ismael, quiero decir, me calienta, y él lo sabe. Lo dijo al cabo y espontáneamente mirando ahÃ: “¡Estamos al palo, eh”!, y golpeteó un instante con sus dedos dejándome como loco.
(Continuara)
Leé acá de José MarÃa Gómez: “Ismael (Primera parte)”