José María Gómez | Nosotros y los Baños| Los Putos| Todo se vino abajo el día en que me preguntó, parpadeando y con esa voz tan dulce que ti...
José María Gómez | Nosotros y los Baños| Los Putos|
Todo se vino abajo el día en que me preguntó, parpadeando y con esa voz tan dulce que tiene: “¿Y cómo es cojer con un hombre?”. Estábamos sentados uno junto al otro, mirando un partido (pues a él se le había ocurrido que debíamos verlo juntos a pesar de mi desinterés por el juego) y durante el entretiempo, en vez de ir a reponer las cervezas, se recostó imprevistamente sobre mi hombro. Hasta ese momento, nuestra relación se había desenvuelto en unos términos un tanto complicados. Y con algunas discusiones menores, producto más bien del nerviosismo de la situación que por motivos serios. En realidad se trataba de algunas recomendaciones mías sobre el uso de la casa a las que respondía con sonrisas tímidas que a mí me desarmaban y no tenía otra manera de contrarrestarlas que preguntarle, con cierta brusquedad: “¿Entendiste?” Y entonces respondía, respondió casi la primera vez: “Sí, papá”, y sin poder evitarlo se le encendió la cara. El rubor, de matices delicados, iluminó la estancia entibiándome el alma.
El chico, valga la aclaración, se puso en hijo apenas pisó el hall de entrada. Y le salía muy bien a pesar de la falta de experiencia. Ya saben ustedes que su padre lo reconoció a regañadientes y no había querido tener tratos con él hasta que fue un muchacho. Recién ahí, y por motivos incomprensibles, Vergara (quien nunca se casó), lo encontró un día por la calle y le dijo, como si hubieran estado conversado ayer mismo: “Ismael, m’hijo, venite mañana a ver el partido a mi casa”. Y ese mismo día lloró, Ismael, a la noche (me lo contó la única vez que hablamos sobre el tema) y a la mañana siguiente se compró una camisa nueva, de color rosa, agregó, para ir a visitar a su padre por primera vez en su vida.
Yo no tengo hijos, es decir, no estoy acostumbrado a encontrar toallas usadas en el piso del baño o calzoncillos azules y minúsculos en el cesto del lavadero y, mucho menos, ingresar a la hora de la siesta sin hacer ruido a la casa y encontrarlo, como se ve en la foto, descansando apaciblemente sobre el sillón del living. Esa tarde, porque viene al caso, tuve una de mis primeras conmociones (por no decir erecciones). “Me agarró el sueñito”, dijo, desperezándose (parece que tenía el mismo tic que su padre) y, acomodando con un gesto delicado lo que tenía afuera (y que yo no podía dejar de mirar, como alucinado) me abrazó, echándose somnolientamente sobre mi cuerpo antes de dejarme rumbo a su cuarto.
Posdata: Ismael anda siempre por la casa con los pies descalzos. El día del partido, por ejemplo, apenas iluminados por la pantalla, los recogió con elegancia sobre sí mismo para agregar, ante mi azoramiento: “Porque a mí me gustaría probar”.
(Continuará)