José María Gómez | Nosotros y los Baños| Los Putos| “¿Qué están haciendo?”, preguntó Vergara apareciendo de improviso por la ventana. Para...
José María Gómez | Nosotros y los Baños| Los Putos|
“¿Qué están haciendo?”, preguntó Vergara apareciendo de improviso por la ventana. Para entonces el grandote que se llamaba Ignacio (recién hoy me acordé) me había enseñado a morder al “león”, pero despacito. Hacía oscilar sobre mi cara un miembro que recuerdo muy blanco y alargado para que yo lo atrapara con los labios. Después, volviendo al procedimiento habitual, había acomodado al “león” entre mis piernitas y en vez de morderme las orejas me las acariciaba con la lengua y me decía en susurro: “La colita, la colita, entregame la colita”. Y sin que yo atinara a nada pues, a mis once años, no sabía de qué estaba hablando. En eso entró mi primo, como dije.
Ese acontecimiento nos unió, con Vergara, y nunca más volvimos a esa casa. Ahora, durante la hora de la siesta, en vez de salir a la calle (de alguna manera percibimos algún tipo de peligro en esas aventuras) atravesábamos la veredita que separaba una casa de la otra y nos metíamos en el cuarto de alguno de los dos. Por lo general, Vergara se trasladaba a mi casa pues era más espaciosa y coincidió con la época en que mi madre volvió a dar clases en el Instituto y estábamos solos. Quiero decir acá, antes que nada, que con mi primo nunca volvimos a jugar al león. Nos limitábamos a intercambiar las figuritas, me enseñó a jugar a las cartas y yo le mostraba mis dibujos. Y muchas veces dormíamos la siesta, como nos reclamaban, juntos, y también abrazados cuando hacía mucho frío o se largaba a llover. Hasta que pasaron los años. Un día, siendo ya adolescentes, me desperté y mi primo no estaba. Me sentí solo, fue un sentimiento extraño, algo así como una especie de traición. Apoyado en el respaldo de la cama, intentando reponerme, observé involuntariamente el lugar que había ocupado Vergara recién, antes de abandonarme. Las sábanas arrugadas, la almohada aplastada y una camiseta algo húmeda se convertían en indicios incontrastables de su cuerpo que por primera vez deseé que permaneciera a mi lado y que su presencia amainara el sentimiento de soledad que me embargaba, un sentimiento novedoso que me hacía saltar las lágrimas. Lo recuerdo así, a pesar de los años. Entonces se me ocurrió la idea. Primero pasé mi mano por el lugar y lo sentí caliente. Me gustó. También me dio la pauta de que no hacía mucho tiempo que se había retirado. Me tranquilicé por eso, animándome, volviendo a tocar una y otra vez esa misma tibieza e imaginándolo tal cual lo había visto tantas veces. “No aguanto la camiseta”, solía decir, y se la sacaba a los manotazos para acostarse con el torso desnudo. Y entonces me di cuenta de lo que tenía que hacer: atraparlo, arrebatar con mi propio cuerpo la presencia deseada (de manera inconciente todavía) y para eso me acosté tan largo como era sobre él (pero que no era él sino su calor) y una sensación desconocida y arrebatadora me provocó por primera vez en mi vida una erección descomunal. ¡Sentí su olor!, eso fue el desencadenante, una combinación inaudita de fragancia a rosas y de transpiración, de dulzura y de escarnio, todo al mismo tiempo. Me estaba convirtiendo en puto de manera acelerada (o en una de las maneras de serlo). Como pude, luego, me incorporé porque me dieron ganas de llorar. Y entonces lo escuché. Vergara estaba en el cuarto de al lado, el de mis padres. Una alegría inmensa me atravesó y de inmediato vergüenza de mí mismo, por la posibilidad de que me hubiera descubierto así, babeando sobre su lugar en la cama. Pero no. Vergara tenía otras preocupaciones y tal vez otros deseos. Cuando entré sigilosamente al cuarto lo observé. Sentado en uno de los costados de la cama matrimonial de mis padres, inclinado sobre sí mismo, sostenía con sus dos manos y de manera jadeante una porción de su cuerpo que se adivinaba esplendorosa, enorme, apetitosa. Y que Vergara miraba, al par que la escupía y zarandeaba, con una fascinación que me impelía a acercarme y descubrir el motivo de tanta concentración y tanto goce. En la habitación de mis padres había un mueble con un gran espejo. Sobre el cristal azogado la forma se perfilaba brutal pero la media luz la velaba, se manifestaba antes mis ojos tremendamente abiertos como una especie de monstruo cabezón que podía significar miedo y delicia, todo junto. “¿Qué estás haciendo?”, le pregunté, con desesperación. Y para mi desencanto se cubrió.
Tres años después nos encontramos en el mismo lugar y a la misma hora. Ya mi padre había muerto. Fue después de lo de Ramoncito y Vergara ya tenía novia. Nos pusimos a hablar sobre el famoso partido pero estábamos disimulando, obviamente. Yo sabía lo que quería y él también ¿por qué no?, y en honor a los viejos tiempos. Por eso es que cuando en un momento Vergara se incorporó para desperezarse (era su tic) yo apoyé decididamente mi mano sobre su bragueta que usaba siempre a medio abrir y le dije, mirándolo a los ojos: “La quiero ver”.
(Continuará)