José MarÃa Gómez | Nosotros y los Baños| Los Putos| Vergara era mi primo pero no lo era. De sangre, quiero decir. Nuestras madres eran amig...
José MarÃa Gómez | Nosotros y los Baños| Los Putos|
Vergara era mi primo pero no lo era. De sangre, quiero decir. Nuestras madres eran amigas desde la niñez y cada una de ellas madrina del hijo de la otra. Asà que nos criamos juntos, se puede decir. Pero tenÃamos nuestras diferencias. Yo era el mejor alumno de la escuela y él el más revoltoso. Sin embargo, en un aspecto me superaba: siempre estaba enterado antes que yo sobre los misterios de la vida. De alguna manera era mi mentor, el encargado de anoticiarme tempranamente sobre la inexistencia de los reyes magos y, más tarde, de qué manera venÃamos al mundo; también, ya adolescentes, otras cuestiones relativas al sexo. Pero de repente, y por cómo se dieron las circunstancias, yo habÃa dado un paso “enorme” en ese sentido e inesperadamente el propio Vergara se mostró interesado en saber, de primera mano, algunas cosas de las que nunca habÃamos hablado y otras que comenzaron a interesarme a mÃ; por ejemplo, el motivo de su apodo.
La hora de la siesta en mi localidad era sagrada. Desde siempre, Vergara y yo nos habÃamos resistido y pergeñábamos diversos trucos para escaparnos cuando todos dormÃan. Nos encontrábamos en una casa abandonada pero no destruida que pertenecÃa a la familia de un muchacho del barrio que se sumaba a la desobediencia. En el lugar habÃa una cama grande y era sintomático que nos metiéramos ahà justamente cuando pretendÃamos escapar de las nuestras. Quien nos inició en la costumbre fue justamente ese pibe que tenÃa varios años más que nosotros y se las habÃa ingeniado para enseñarnos un juego al que llamaba “el juego del león” y que consistÃa en atrapar al otro por atrás y morderle las orejas. Vergara siempre se resistió y al cabo se retiraba por lo que a mà me tocaba jugarlo a menudo con el otro hasta que un dÃa me dijo, estando solos, que por qué no nos sacábamos la ropa porque hacÃa demasiado calor y “los leones no usan pantalones”, agregó, para convencerme. Debo aclarar (por si quedaron dudas) que este muchacho siempre hacÃa de león, es decir, se acomodaba firmemente sobre mi cuerpito, inmovilizándome, y me llenaba la oreja de saliva. La cuestión es que esa tarde, y para apurar el trámite, me acomodó de espaldas como de costumbre y él mismo me bajó los pantaloncitos hasta las rodillas. A continuación se retiró un poco para hacer lo propio, desnudarse, sólo que esta vez, en vez de arrojarse intempestivamente como otras veces, se quedó a un lado de la cama y me dijo, con un tipo de voz que no habÃa escuchado nunca (grave, ansiosa, algo desesperada): “Mirá el león”. Y yo miré.
(Continuará)