José María Gómez | Nosotros y los Baños| Los Putos| Lo primero que me dijo, apenas se sentó a mi lado, fue: “ Vos sos el josemaría”, y me ...
José María Gómez | Nosotros y los Baños| Los Putos|
Lo primero que me dijo, apenas se sentó a mi lado, fue: “Vos sos el josemaría”, y me miró. Pero no me miró como se mira normalmente a una persona, me miró como si me estuviera devorando. Ramoncito tenía 19 años, yo algunos menos y era la hora de la siesta, hacía mucho calor, se venía la tormenta. En efecto, una hora más tarde y cuando todavía estábamos en la canchita practicando los penales, se largó a llover. Eran gotas gruesas y pesadas, las sentí calientes y en un momento me nublaron la vista. Por eso Ramoncito se acercó, despacio, mientras yo despegaba la pelota de la red luego de su último pelotazo y me dijo, colocando de improviso su brazo inmenso sobre mi hombro: “Entremos, que te vas a mojar”. Sentí que me desmayaba.
Ramoncito fue la primera incorporación, después caerían los demás, inclusive uno que se haría carne y uña con mi primo, el mencionado Vergara, y que fue más para problemas que para fortalecer al equipo. Ya llegará el momento de contarlo. Volviendo a Ramoncito, mi tío Eduardo me había dado la llave del vestuario para que lo esperara porque él estaba trabajando y no lo podía atender. El plan era que le atajara los penales, su fuerte, parecía, y porque iba a revistar en la delantera y necesitábamos sus goles. Y yo se los tenía que atajar. Ahí fue cuando me di cuenta del grosor y de la potencia de sus piernas. Antes, en el vestuario, no me había dado cuenta. Pero ahora, que tenía la obligación de mirarlo fijamente para intentar adivinar para qué lado patearía la pelota, no solamente me percaté de eso sino de algo más (y ese algo estaba ahí, muy cerca, a tiro de mis ojos) que me resultaba extraordinario, por no decir estremecedor.
Ya había tenido un adelanto, adentro, sobre la madera desvencijada del vestuario, un banco que apoyábamos sobre la pared para que no se viniera abajo. Ahí me acomodé, luego, mientras Ramoncito se cambiaba detrás del mueble que alojaba la única copa del Club, la que consiguió mi viejo y antes de que yo naciera. Una gloria pasada. Las otras glorias, por venir, apenas se insinuaban. ¿Dónde me cambio?, preguntó, innecesariamente. Y a continuación se ubicó en el único lugar donde no podía verlo desnudarse. Todavía. Desde mi lugar, tan cerca y con los ojos cerrados, escuchaba todo. Sonidos apagados, roce, tela y piel, y el aire que se espesa al encontrarse con un cuerpo caliente.
Vuelvo a empezar. “Vos sos el josemaría”, exclamó. “Sí, yo”, le contesté, y no le dije que mi primer nombre iba con acento, ¿para qué?, y porque me gustó cómo lo dijo, como bautizándome. A partir de ese momento yo sería para él –y sólo para él– el josemaría pues nadie me nombraba así y él tampoco cuando estaba con los otros. En esos momentos, si necesitaba hablarme, me lo decía al oído (obnubilándome, destrozándome aun antes de que…). Yo ya me había vestido cuando ingresó esa tarde: la camiseta del club que me quedaba grande, los pantaloncitos azules. Pero no me había puesto los botines todavía. Y Ramoncito se dio cuenta, enseguida. Por eso, apenas se sentó a mi lado y me nombró, como dije, me agarró decididamente una pierna (una piernita, mejor dicho, pues yo era muy menudo) y, como si siempre lo hubiera hecho o hubiese nacido para hacerlo, la apoyó sobre su falda (tal vez debería decir sobre un lugar donde lo que llamamos falda se abultaba) y comenzó a atarme los cordones. Así empezó todo. Continuará.