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Mi segunda primera vez: Héctor

[caption id="attachment_8147" align="alignright" width="400"] El recuerdo de Héctor, mi segundo hombre que, p...

[caption id="attachment_8147" align="alignright" width="400"]Mi primera segunda vez El recuerdo de Héctor, mi segundo hombre que, para mí, fue el primero, siempre despierta en mí una dulce nostalgia y gratitud.[/caption]

La nota “Sexo anal. Duele… pero te gusta” me recordó antiguas vivencias.

Me moría de ganas de ser penetrado, pero tenía miedo. Pasados los dieciocho, toda mi experiencia de pasivo se limitaba a pajas compartidas y sexo oral. Así, las vueltas por la vida y por las teteras me enlazaron con un muchacho de cerca de treinta años. Quise aparentar experiencia.

No funcionó; enseguida se dio cuenta de que nunca me habían hecho la cola. Decidió que mi primera vez fuera imborrable; después, lo que yo quise fue olvidarla. En términos formales no fue una relación forzada, porque yo había accedido.

Pero las diferencias de edad y de contextura me dejaron a merced de su calentura. Acabó, se arregló la ropa y desapareció, dejándome solo y dolorido en un maloliente baño de estación. Me prometí nunca más repetir el suplicio.
Pero pronto rompí la promesa.

Un feriado vacío de compromisos me llevó al antiguo cine condicionado de la terminal de ómnibus de Retiro. (La remodelación de la terminal, bastante tiempo atrás, puso fin ese cine.) Me senté por el medio de una fila de butacas y dejé mi campera en el asiento contiguo. Al breve rato se acercó un tipo y me pidió permiso para pasar. Aunque todas las demás butacas estaban vacías, me preguntó si podía sentarse en donde estaba mi campera. Le respondí que sí, corrí la prenda de lugar, y se sentó a mi lado. Lo que siguió fue el procedimiento usual: roce de piernas, acercamiento de brazos, su mano buscando la mía para tomarla y llevarla a su bragueta. Le bajé el cierre mientras él inclinaba su cabeza para besar mi cuello, luego mis labios. Me asomé a su entrepierna. Pasé de su lengua a su verga, que empezaba a erguirse.

Me propuso ir a su casa. No quería volver a pasar por lo de la vez anterior y, además, me daba cierto temor ir a la casa de un desconocido. Me excusé diciéndole que no tenía tiempo. Entonces se aflojó, se bajó el pantalón y me ofreció el trofeo para que lo disfrutara a mi gusto. Olía a un perfume riquísimo. Alternaba bajando a su verga y sus huevos para subir a su boca. Cada vez más me gustaba él y me excitaba. No aguanté las ganas de estar en una cama, dejándolo hacer conmigo lo que quisiera.

Le pregunté dónde vivía. Me respondió que en Núñez, que en tren serían veinte minutos, pero que  podríamos tomar un taxi y llegar en diez. Hasta el tono de su voz me enloquecía. Le dije que aceptaba, pero que iríamos en tren. De ese modo, si quisiera librarme, sería más fácil. Agarré mi campera y salimos.

Fuera del cine, viéndonos los rostros a plena luz, me miró con cierto desconcierto.

- “No me digas que sos menor.”

Es que, siendo menudito, parecía más chico.

- “No, che, tengo veinte, quedate tranquilo”, le respondí agregando un par de años a mi edad real.

Yo también me había decepcionado cuando lo vi, pero no hice ningún comentario. En la penumbra de la sala, le daba treinta y pico. Pero era obvio que había pasado los cincuenta, por más que estuviera teñido de rubio oscuro.

Tomamos el tren. Durante el viaje charlamos para conocernos un poco. Era cordial y amable, aunque no evitaba hacer insinuaciones sexuales, veladas para no llamar la atención de los pasajeros que estuvieran oyendo. Caminamos un par de cuadras desde la estación hasta el edificio donde vivía. Antes de entrar me previno que, si aparecía algún conocido, me presentaría como uno de sus sobrinos. Y así fue que en el ascensor coincidimos con una vecina.

- “Ah, él es… mi sobrino.”

Se había olvidado mi nombre y no quiso inventar. La mujer me miró de arriba abajo, con cierto desprecio, como pensando “Sí; otro sobrino y van…”

Llegamos a su departamento. Me ofreció algo de tomar. Acepté gaseosa; quería estar bien  despierto y atento. Cuando se metió en el baño, aproveché para dar una mirada al lugar. En la mesa del teléfono había un portarretrato con él abrazado a una mujer de su edad. No era necesario hacer ningún comentario.

Salió y me invitó a pasar al dormitorio. De más está decir que la cama era de dos plazas. Atardecía. Bajó las persianas para oscurecer la habitación pero encendió algunas pequeñas velas para dar una luz muy tenue. Puso música. Desnudó su cuerpo de maduro acostumbrado a hacer deportes. Desnudó mi cuerpo que, de a poco, iba abriéndose en confianza.

Lo que siguió fue la noche más maravillosa de mi vida. No me preguntó si tenía experiencia; no hacía falta explicar nada. Yo tampoco le pregunté nada. Los detalles personales de cada uno eran innecesarios para el otro. Sus brazos, sus piernas, su boca, su lengua, su aliento… cada roce me erizaba de placer.

[caption id="attachment_4328" align="alignright" width="300"]Mi segunda primera vez Me dejó entretenerme un buen rato con su pija[/caption]

Me dejó entretenerme un buen rato saboreando su pija, que iba poniéndose cada vez más firme. Experimentado, manejaba los tiempos con total pericia. Sutilmente, como invitándome, me puso boca abajo, me abrió los cantos y se dedicó a regalarme su lengua en mi ano. Sentía cómo se relajaba y se entregaba mi agujero. Lo fue dilatando con los dedos empapados en saliva. Yo no aguantaba el momento en que me penetrara.

Se calzó el forro, lo lubricó y se ubicó en posición. Abrí las piernas con total confianza, entregándole la entrada a mi felicidad, y a la suya.

- ¿Estás listo?

En mi excitación, que me pidiera permiso para cojerme me despertó mucha ternura. Alcancé a susurrarle:

- Sí, dale, todo para vos.

- Para vos también.

Sus movimientos eran suaves, cobrando cada vez más impulso. Me decía al oído: “Si te duele o te molesta, avisame. Quiero que lo disfrutes.”

¡Y cómo disfruté! El tiempo se detuvo, el placer que experimentaba no tenía límites. Me sentía feliz de sentir semejante verga entrando cada vez más profundo, feliz de ser un puto pasivo debajo de semejante macho que se había propuesto regalarme su experiencia y hacerme gozar como nunca. Cada vaivén me estremecía todo. La cabeza de su pija parecía por estallar en mi recto.

Y mi aullido de placer se fundió con el suyo en su acabada dentro mío, sintiendo la presión de cada chorro.

La sacó con cuidado, se quitó el forro y se la limpié saboreándola con mi lengua, mientras él  suavemente jugaba con un dedo en mi agujero caliente y húmedo.

Quedamos así, un buen rato en silencio, abrazados, besándonos.

Han pasado dos décadas y algo más. El recuerdo de Héctor, mi segundo hombre que, para mí, fue el primero, siempre despierta en mí una dulce nostalgia y gratitud.

 

Máximo Fernández