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Los marianitos. Una novela policial

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José María Gómez | Nosotros y los Baños| Los Marianitos | ¡Hola, amigos! Para quiénes no leyeron mi segunda novela: “Los marianitos: una novela policial” les paso una primerísima parte. Se trata de un muchacho de nombre Mariano Aguilar quién, recién ingresado a la Policía Federal, va a integrar uno de los tantos grupos que pululan en la institución, en este caso el que está formado solamente por jóvenes agentes dotados en cuerpo y alma, y acaudillados por el comisario Ferreyra. También oportunamente premiada y editada a fines del año pasado (2014) por una de las editoriales más prestigiosas del país (El cuenco de plata), me ha dado muchas satisfacciones de la crítica. Es una novela muy dura, por lo que pasa finalmente pero también con partes muy graciosas (y putamente zarpadas) como cuando el comisario profetiza remedando a la Biblia y al profeta Isaías: “¡Ay, de vosotros, civiles!” Bueno, ahí va. Hasta pronto. ¡Los quiero mucho!




"Ahora que tengo tiempo para pensarlo, puedo decir que todo comenzó cuando me presenté en la 7a., a las doce de la noche, en punto, tal cual me había indicado el oficial aquel que una hora más tarde me había pasado por las armas. Y encima la tenía gruesa el desgraciado: “Aguante, agente, aguante”, me repitió como mil veces, ronco, cada vez más ronco hasta que me di cuenta de que era una muletilla –la última vez que la lanzó ya se venía abajo y del envión me golpeó la cabeza contra la Virgen–, y luego comprobé que la usaba para todo, a la muletilla, y todo el Destacamento lo sabía. Tres meses después, en el primer enfrentamiento que presencié –cuando perdimos a Romero–, se echó encima del tipo que sangraba hasta por los ojos gritándole al oído: “Aguante, agente, aguante”, abrazándolo en vano mientras el servidor se convertía en nada o, como dirían los griegos, en pasto para las aves. Por esos días yo era lo que se dice un tiernito –la palabra novato no se usa más–, y me había costado una barbaridad que me asignaran al servicio. La fiesta de graduación se complicó y anduvieron papeleando todo el verano hasta que nos sacaron la sanción. Cuando me mandaron la convocatoria yo me estaba bañando y mi vieja –que andaba algo despistada desde que se le murió el marido–, entró a los gritos y corrió la cortina. “¡Nene, nene, tenés que presentarte, tenés que presentarte!”, me comunicó y después se quedó ahí, muda y sin saber qué hacer cuando se dio cuenta de que estaba desnudo. Al otro día me fui con la papeleta a Personal y nos hicieron hacer una ronda a la vista de los oficiales que necesitaban refuerzos. “A ese, déjenmelo a mí”, saltó un oficial alto, fornido, quien se acercó sonriente y me tendió la mano. “¿Cuántos años tiene, agente?”, me preguntó, mirándome a los ojos sin pestañear. Yo andaba por los veinte y se lo dije, hablando alto y claro tal cual nos habían enseñado en la Escuela. Y tuve suerte. El Polaco era de los buenos y todos lo respetaban, más allá de las muletillas y lo otro.Esa misma noche y en su comisaría, y luego de las indicaciones de rigor, se dio el lujo de romperme el culo, hablando mal y pronto, “aguante, agente, aguante”, y me la tuve que aguantar. Y estuvo una semana el hombre dándome sin asco hasta que finalmente me entregó la 9 mm. Ese día me abrazó (era la primera vez que lo hacía), y me felicitó. ”Bienvenido a la Fuerza, pibe, vas a ser de los buenos, necesitamos hombres como vos”.



José María Gomez