José MarÃa Gómez | Nosotros y los Baños| Los Putos| - Hola amigos: No saben ustedes la satisfacción que me da poder compartir estas lÃneas ...
José MarÃa Gómez | Nosotros y los Baños| Los Putos| - Hola amigos: No saben ustedes la satisfacción que me da poder compartir estas lÃneas que serán periódicas y no solamente para hablarles de Los putos, mi novela, sino de los anhelos y satisfacciones detrás de toda escritura que se ubica al margen de lo consabido y apunta, por lo menos con el propósito, a dar rienda suelta a la imaginación con palabras escogidas, que eso es la literatura.
Este sitio que frecuentamos es maravilloso en imaginación, basta con leer las intervenciones que ancladas en la experiencia de cada cual, abren un territorio propicio a todas las reflexiones y, claro, a dar cuenta de una realidad que pocas veces es recogida por las letras.
Lo intenté con la novela Los putos que, justamente empieza con la siguiente frase: “Lo conocà en un baño”.
Les cuento algo, para empezar. Cuando era niño jugábamos todos los domingos a la pelota con mi papá y unos tÃos. Lo hacÃamos en un pequeño establecimiento al que tenÃamos acceso porque mi tÃo Eduardo era de la comisión directiva y lo usábamos después de que terminaban los partidos de la tarde.
Al finalizar las corridas, mi papá y yo nos bañábamos en la pequeña y única ducha del lugar, solos, pues mis tÃos que vivÃan lejos se marchaban enseguida.
Con el correr de los años yo me fui dando cuenta de que mi papá era hermoso. Siempre me habÃan cautivado su sonrisa, amplia y serena, y sus ojos que eran claros y soñadores. Lo que descubrÃa ahora, ya entrado en la adolescencia, era su cuerpo fornido y muy armonioso y, fatalmente, que ostentaba de una manera natural un miembro masculino de proporciones inusuales.
Comparado con el mÃo (al que yo habÃa comenzado a observar con insistencia como todo adolescente) y con el de mis tÃos (cuando se cambiaban a las apuradas) el suyo no sólo era voluminoso sino proporcionado, se dirÃa bello. Pero era mi papá, se entiende, asà que el hecho no escatimaba el amor que siempre le tuve y la sensación de voluptuosidad que me despertaba cuando estábamos solos, y que no significaban más que el efecto que ejercÃa sobre mis sentidos la infinita capacidad de protección y cariño que desplegaba el hombre hacia su hijo.
Éramos, siempre fuimos, muy unidos, y luego de bañarnos nos quedábamos muchÃsimo tiempo hablando de cualquier cosa mientras nos vestÃamos en el vestuario casi a oscuras pues ya se acercaba la noche y no encendÃamos las luces para no recargar el presupuesto del club humilde. Pasaron mil años y pasaron muchas personas en mi vida afectiva pero nunca logré reproducir con nadie la profunda e indeleble felicidad que me provocaban aquellas conversaciones a oscuras con mi padre (su voz era grave pero melodiosa), sentados uno al lado o mientras se acercaba solÃcito a ayudarme con la camiseta que se enredaba y a atarme los cordones de los zapatillas.
Todos sabemos, y desgraciados quienes no tuvieron la oportunidad, que existe una etapa de enamoramiento de un niño con su padre. Esa fue mi etapa, sin ninguna duda. Un domingo de aquellos (yo ya andaba por los dieciséis y arreciaban sobre mi estructura fÃsica y mental unas calenturas, por decirlo asÃ, que me desasosegaban) cometà muchos errores en la cancha.
Me distraje a menudo y, en consecuencia, mis tÃos nos hicieron muchos goles. Jugábamos una especie de picadito y siempre se exacerbaba la rivalidad entre ellos y nosotros, mi padre y yo, que siempre jugábamos para el mismo lado y solÃamos ser invencibles. Tal es asà que el hombre, algo enojado, me increpó, en medio de una chambonada flagrante, diciéndome: “¿Qué pasa, m’hijo, pateá para adelante… o te volviste puto?”. Finalmente ganamos, por poco, pero, por algún motivo, después, nos desnudamos en silencio y nos metimos en la ducha.
Hasta hoy, y es la primera vez que lo cuento, puedo jurar que no era mi intención hacer lo que hice. Es cierto que me habÃa dolido bastante lo que me gritó en la cancha. Pero también es cierto que en esos momentos recordé como nunca (y la sensación se habÃa alojado en mà de una manera tal que no pude arrancarla como otras veces) los otros momentos del juego, muy placenteros, cuando recibà sus consabidos abrazos efusivos y cariñosos toda vez que acertaba con la jugada y metÃamos un gol.
Lo que ocurrió esa tarde, ya muy tarde, y que les contaré la semana que viene, no está desarrollada en mi novela. Justamente Los putos habla permanentemente de la ausencia de los padres. Abandonados o huérfanos, los jóvenes personajes de la novela buscan en otros hombres a ese padre que, como el mÃo, ese domingo, pudiera decirle a su hijo, como me dijeron a mÃ: “No tengas miedo, m’hijo, yo siempre te voy a querer, pase lo que pase”. Continuará.