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Los últimos homosexuales.

Si por alguno de esos extraños fenómenos que sólo ocurren en Hollywood, un joven gay porteño despertase una mañana en la década del set...


Si por alguno de esos extraños fenómenos que sólo ocurren en Hollywood, un joven gay porteño despertase una mañana en la década del setenta y otro joven homosexual de aquellos años ocupase su lugar en 2011, ambos se encontrarían con mundos irreconocibles.
Dejemos de lado, por esta vez, todas esas cosas que Hollywood pondría de relieve: la música, la tecnología, la ropa, los modelos de los autos. Imaginemos al joven setentista descubriendo el matrimonio igualitario, las marchas del orgullo y los boliches gay (y gay friendly, con gays y heterosexueles bailando juntos en la misma pista),  y viendo, con asombro, por la calle, a una pareja de adolescentes del mismo sexo dándose un beso en la parada del colectivo, en la esquina de la escuela y con un policía pasando cerca sin decir nada.  Probablemente, sería como para un negro de la Alabama de los ’50, cansado de ocupar los asientos de atrás de los colectivos, despertar una mañana en nuestro tiempo y descubrir que el presidente de su país es Barack Obama. Imaginemos, como contracara, qué sería de nuestro joven contemporáneo en plena dictadura, descubriendo que todos los lugares de socialización que conoció no existen más (en realidad, todavía) y que en vez de chats, boliches y saunas, los mejores lugares para conocer a otros como él son las “teteras”, ubicadas principalmente en los baños públicos de algunas estaciones de tren, donde tiene que cuidarse de la policía. Imaginémoslo descubriendo que sus padres no saben más que es gay —ni sus amigos, ni sus compañeros de trabajo, ni casi nadie— y que, si lo supieran, no sólo no invitarían a su novio a cenar a casa sino que tampoco lo invitarían a él y, probablemente, lo considerarían la peor vergüenza de la familia. Imaginémoslo descubriendo la vida en la clandestinidad.
Durante larguísimo tiempo, el mundo fue más o menos igual para los homosexuales: estigma, maltrato, persecución policial, vergüenza, culpa, violencia, ocultamiento. Si el joven homosexual de los setenta despertase en los cincuenta o en los treinta no notaría grandes diferencias — dejando de lado la parte que le interesa a Hollywood. Pero lo que cambió en las últimas décadas fue tan grande que se trata de otro mundo, antes inimaginable. Parece faltar cada vez menos para que se descubra que, como dice Osvaldo Bazán, la homosexualidad no es nada.
Ahora salgamos de la ficción. Imaginemos todo sucediendo en tiempo real. Hay una generación que vivió los dos mundos; son los últimos homosexuales, que vieron pasar Stonewall, la epidemia del sida (cuando era, aún, la peste rosa), la salida del armario, las primeras marchas del orgullo con máscaras para tapar el rostro, Carlos Jáuregui, la apertura de los primeros boliches gay, el fin de los edictos policiales y las razzias, la lucha por los derechos civiles y una presidenta mujer promulgando en la Casa Rosada una ley que dice que se pueden casar. Esos últimos homosexuales, que tienen hoy más de cuarenta y vivieron en Buenos Aires, por lo menos, desde el fin de la dictadura, constituyen el “corpus” del brillante estudio sociológico de Ernesto Meccia. ¿Cómo vivieron todo lo que pasó? ¿Qué piensan de este presente en el que les toca vivir? ¿Es todo color de rosa?
Uno podría, al principio, pensar que sí. Que, contrariando la máxima reaccionaria de Jorge Manrique, todo tiempo pasado fue peor. Pero este mundo no llega sólo con buenas noticias. Las transformaciones radicales que se produjeron en las últimas décadas, y sobre todo en la última, en lo que Meccia describe como un tránsito de la homosexualidad a la gaycidad, arrasaron con todo eso que, bien o mal, era el mundo en el que sabían vivir, con sus lugares, sus códigos, sus lenguajes, sus solidaridades. 
A partir de una serie de entrevistas, analizadas en profundidad, Meccia nos presenta a esos últimos homosexuales con sus alegrías y tristezas, en lo que la reconocida socióloga Dora Barrancos llama “una sociología de la humillación y sus secuelas”, y nos cuenta cómo ven el presente y cómo recuerdan el pasado.
“‘¿Cómo es posible que no veas lo que yo veo?’, imagino que podrían decirse para sus adentros tanto los homosexuales como los gays cuando se escuchan. Unos narrando el mundo de las teteras, de los baldíos, de las detenciones policiales, de un mundo de diez cuadras donde caminar para conseguir un encuentro sexual afortunado, de las expulsiones del trabajo, del comming out tardío o imposible (según el lugar), de los padres que se murieron sin saber (al menos de su boca) que era homosexual, delcomming out obligado en los tiempos del sida, de amigos muertos, de cines pornográficos con olor embriagante a sexo y orina. Los otros hablando de las redes sociales de Internet, de la cantidad de filtros que pudo poner para cerciorarse de que la persona que ha conocido no sea un criminal, de los saunas en los que se puede fornicar acostado, luego ducharse y después ver un DVD en pantalla plana, de boliches bailables mixtos, de fiestas friendly y de que sus padres llamaron a una organización gay para saber cómo tenían que hacer para hablar con él, porque querían apoyarlo, una vez que habían advertido que era gay”, escribe Meccia sobre el imaginario no-diálogo entre dos habitantes de ambos mundos.
Los últimos homosexuales” fue publicado por ediciones Gran Aldea, como el primer libro del mismo autor, “La cuestión gay”. Y se lee con ganas. Sin perder la rigurosidad del estudio sociológico, evita el lenguaje encriptado en academiqués y mantiene la tensión que no permite largarlo hasta la última página. Una obra que no puede faltar en tu biblioteca.
Bruno Bimbi