Nuestros relatos casi siempre tienen que el tinte de levantes de película, enculadas olímpicas, sexo en los lugares más insó...
Nuestros relatos casi siempre tienen que el tinte de levantes de
película, enculadas olímpicas, sexo en los lugares más insólitos. Nos
divierte contarlos, sin duda recreándolos, dándoles unos centímetros
de más a las vergas y multiplicando las acabadas y los litros
eyaculados. Sin embargo, hay un espacio de experiencias mínimas,
modestas, casi imperceptibles para muchos pero que más de una vez, en
las mañanas, han servido para cambiarnos completamente el día. Quienes
habitualmente viajan en tren en horas pico saben de esto.
De adolescente, mis primeras experiencias de alternar entre apoyar y
ser apoyado fueron en el colectivo, en el viaje al secundario. Pero
esporádicas; el riesgo de equivocarse y ligarse una trompada es mayor
en ese medio. Cuando empecé a trabajar y debí usar a diario el tren,
las oportunidades se expandieron. Acostumbrarse a viajar siempre en el
mismo horario y subir al mismo vagón por la misma puerta, facilita el
familiarizarse con los rostros y los bultos. Uno empieza identificar
“pasajeros con derecho a roce”. Y de la categoría de “pasajero” a la
de “pajero” hay una distancia de apenas dos letras… o dos estaciones.
Si bien mantenía la rutina de la hora y el vagón, trataba de
escabullirme por donde había amontonamiento masculino. Al principio me
quedaba a la espera de la iniciativa del otro. Creo que aunque
intentaba poner cara de disimulo, lo que me salía en realidad era una
expresión de evidencia, ya que algunos me manoteaban con descaro la
entrepierna o me apoyaban las suyas con fuerza entre mis nalgas.
Otros, en cambio, se acercaban con tanta timidez, que yo casi perdía
la paciencia y me ponía al punto de gritarles: “¡Dale! Acá estoy;
agarrá de una vez”.
Empecé a descubrir la forma de identificarlos. Manos completamente
libres o, preferentemente, con una bolsa o bolsito liviano, sin correa
para colgar, para sostener directamente a la altura de la ingle. A
medida que el tren se llenaba, aprovechaban el apretujón para llevar
la mano o la pija, según preferencias e intenciones, a la zona del
botín. Un empujoncito más, y se tiraban completamente encima de uno
con un innecesario “Perdón”, a lo que yo respondía sonriendo y con
otro innecesario “No, no es nada”.
Lo demás era cuestión de cómo estaba el entorno. Una vez percibida la
luz verde de mi parte, y si habíamos quedado tan apretados como para
que nadie viera pero no tanto como para permitir cierto movimiento de
manos sin generar sospechas, empezaba la sesión. Si estaba adelante,
el compañero comenzaba a frotarme la bragueta, tras lo cual la carpa
empezaba a alzarse. Con cuidado empezaba a bajarme el cierre e
introducir un par de dedos que se deslizaban por el costado del slip o
avanzaban por la abertura para mear. Si estaba por atrás, según el
espacio disponible para maniobrar, alternaba la presión y la frotación
de mi culo. Alguna vez se me daba disfrutar un trío: yo en el medio,
con uno adelante y otro atrás. Es que con el tiempo, los del palo nos
reconocíamos y éramos una banda, lo que nos permitía hasta la
alternancia de cuerpos y cambios de posiciones. Alguno que otro
pasajero se daba cuenta y ponía mala cara. En su mayoría, mujeres
grandes, que sospechaban de algo turbio en ese grupo compacto de
machos que aglomeraba entre las dos puertas. Pero, por vergüenza, no
decían nada, salvo protestar con un “¡Córranse, por favor, dejen
pasar!”, y la orgía se diluía por un instante.
Para facilitar, yo me cuidaba de no usar pantalón con botones en la
bragueta pero sí usaba un bolso con correa para colgar del hombro. Ese
aliado me permitía, en caso de tener que hacer una salida rápida sin
tiempo para subir el cierre o cuando algún fluido se me hubiera
escapado, cubrir la delantera hasta llegar al baño y poner un poco de
orden en el asunto.
A muchos partenaires los vi por bastante tiempo, esperando el
encuentro, extrañándolos cuando no los ubicaba en el andén. En casos
llega minutos antes por si se adelantaban o dejaba pasar uno o dos
tres, en caso de que se hubieren retrasado. Con unos pocos, llegamos a
terminar en el baño de una estación discreta lo empezado durante el
viaje. Con un par de ellos seguimos disfrutando en la vida, sin
compromisos, el derecho a roce y algo más que nos concedimos viajando
en tren al laburo.