Yo estaba recostado contra una columna, con un vaso en la mano. Al lado mÃo estaba el cordobés. Fue en ese momento que apareciste entre la g...
Vos venÃas con una botella en la mano, caminabas articulado, chueco y robocop. Chiquito, maleable. TraÃas una botella de sidra Real en la mano, que levantaste y pendulaste en el aire.
Nos tenemos que ir, le dejamos la botella, dijiste.
VenÃas con otro pibe, que no habÃa visto hasta que te tuve encima. Miré la botella de sidra.
¿Viene con pan dulce y con turrones?, pregunté.
Te reÃste.
No, recién la compramos y nos tenemos que ir, todavÃa está frÃa.
Te reÃas. Eras lindo. Ahora dejaste quieta la botella y el que pendulaste fuiste vos, apoyando un pie y después el otro, como los chicos cuando se están haciendo pis.
Quédense con nosotros y entre los cuatro nos tomamos la sidra en un ratito, dije. Todo el año es Navidad. Y sino armamos alguna otra fiesta.
Vos te reÃste, el cordobés resopló por la nariz. Después hubo silencio, esperando que yo dijera que hablaba en chiste, pero yo me quedé callado. Vos te reÃste de nuevo, pero tu amigo no se rió.
PodrÃa ser, dijiste.
No, che, todo bien pero nos tenemos que ir, cortó tu amigo.
¿A vos cómo te gustan? ¿No te van los osos como yo?, dije, disfrutando de la incomodidad.
No, al contrario. Mi novio se parece mucho a vos. Vos sos muy lindo, dijo, mucho más lindo que él, dijo, señalando con la cabeza al cordobés.
Cagamos, pensé. La culpa es mÃa por tirar cualquiera. La tensión de la incomodidad propele a algunos hacia lo que desean, hacia adelante, y otros se sacuden y revolean piñas para zafar.
¿Qué me tenés que decir a mà que soy feo, forro?, reaccionó el cordobés. Tiró los hombros para atrás y el pecho para adelante. Lo abracé para frenarlo.
Che, no le digas eso a él que no dijo nada, le dijiste vos a tu amigo.
Yo no dije nada malo, dijo tu amigo.
Soltame, no me agarres, me decÃa el cordobés, tratando de zafarse.
Eh, loco, no te enojés conmigo, le dije al cordobés. Traquilo, está en pedo. El boludo que armó el lÃo acá soy yo. Tranquilo.
Sacame las manos de encima, insistió el cordobés.
Vos viniste de este lado y le dijiste que tu amigo estaba en pedo, le pediste disculpas. Bajaste la voz, le pusiste al cordobés la mano por arriba del hombre. Te comÃas las eses, te patinaban las erres. Eras correntino.
No hablen los dos comiéndose las eses porque me calientan mal, les dije, asomándome.
Se miraron entre los dos y se rieron, aunque el cordobés seguÃa enojado.
¿Por qué me tiene que decir que soy feo?, insistió el cordobés.
Nene, sos muy lindo vos, y lo sabés, le dijiste vos al cordobés. Y a tu amigo, dijiste, señalándome a mÃ, ya lo tengo visto, y siempre tiene buena onda.
Ah, genial, él es el lindo y yo soy el macanudo, dije yo, haciéndome el ofendido.
Vos me clavaste la mirada.
No me busqués vos, que lo dejo a mi amigo acá y me voy a enfiestarme con ustedes dos.
El cordobés forcejeó para Ãrsele encima a tu amigo.
Llevate vos a tu amigo, te dije, que yo me lo llevo a este, sino se van a agarrar.
Desapareciste. Yo le pregunté al cordobés si querÃa mear, si querÃa vomitar. No estoy en pedo, contestaba, pero no me voy a bancar que me bardeen asÃ.
Salimos y ya estaba amaneciendo. Caminamos por avenida Santa Fé hasta la esquina de Callao. En apenas cien metros la conversación se fue a los caños. Yo le decÃa al cordobés que no hay que darle bola a la gente borracha, que no vale la pena enojarse, y que no podés andar por la vida cagando a piñas a todos los pelotudos que te cruzás. No dan los números, no alcanzan las piñas, sobran los pelotudos. Su discurso cambiaba gradualmente y me di cuenta que no estaba enojado con tu amigo, sino con otras cosas. No voy a bancarme que un porteño me pisotee, decÃa el cordobés. Cagamos, pensé, ¿seré yo el porteño que lo pisotea? Le pregunté. No, papá, me dijo el cordobés, no sos vos, si vos sabés lo que te quiero.
En la esquina de Callao se frenó. Se apoyó contra el semáforo y empezó a repetir. No voy a dejar que me pisoteen. Estoy cansado que se aprovechen de mÃ. Se le empezaron a caer lágrimas de los ojos. No se tapó la cara, ni se secó las lágrimas. Hablaba y dejaba que las lágrimas se le caigan. Lo abracé.
Acá estoy, escuché que decÃan atrás mÃo. Eras vos. A mi amigo lo subà a un taxi, que se vaya a cagar.
Cuando viste que el cordobés estaba llorando preguntaste qué pasa. Está en pedo, dije. ¡No estoy en pedo!, me cortó el cordobés. No grités, papá, dijiste vos.
Vamos a casa, dije yo.
Yo no voy a coger, dijo el cordobés.
A tomar un té, dije yo.
A vos se te escapó una carcajada.
A tomar un té, en serio, insistà yo. Decidà vos, nene, le dije al cordobés.
Okay, vamos.
El taxi lo pagaste vos. Dijiste yo invito, cuando el cordobés insistÃa en pagar él y no podÃa encontrar los bolsillos del jean, apretado en el asiento de atrás entre nosotros dos.
Cuando llegamos a casa puse el agua a hervir. Vos te sacaste las zapatillas y tenÃas un olor a pata tremendo.
No podés tener ese olor a pata, hijo de puta, dije. El cordobés se rió.
Laburé todo el dÃa, dijiste.
¿Pero mirá si conocés a alguien en el boliche? ¿Con ese olor a pata te vas a coger?
¿Como ahora?, dijiste.
Yo no voy a coger, dijo el cordobés.
No vamos a coger, dije yo.
Le sacamos las zapatillas al cordobés. Vos una, yo otra. Se dejaba hacer. No hay nada más lindo que te saquen la ropa borracho.
No estoy borracho, dijo el cordobés.
Le sacamos la camisa. Se quiso levantar a doblarla en la silla, porque es maniático. Lo frené. Con el jean tuvimos que tironear un rato, porque los usa muy ajustados. Se reÃa, el boludo.
Quedó en slip, con las cadenitas plateadas brillándole contra la piel oscura, lampiña. El ombligo.
¿Puedo sacarme yo también?, dijiste vos.
Yo fui a apagar el agua. Cuando volvà el cordobés meaba en el baño. El olor a pata me mata, vamos a la cama, dije.
Fuimos los tres a la cama. Ustedes dos se tiraron en la cama, boca arriba. Los dos en slip, los dos de piel oscura, lampiños. Vos con un tatuaje de una araña en el pecho, y en la ingle una telaraña con una mosca atrapada. El cordobés con sus cadenitas, que no se saca nunca.
Me saqué la ropa y vos me viste la lastimadura en la pierna.
¿Qué es esto?, preguntaste.
Me hice mierda contra un poste andando en rollers, dije.
Asà me gusta, los hombres que salen al mundo y se golpean. Yo tengo muchas cicatrices. Mi favorita es una que me hice jugando a la escondida.
¿Jugás a la escondida todavÃa o es vieja?
SÃ, juego.
¿Qué edad tenés?
25. ¿Vos?
41.
¿El cordobés?
34, dijo el cordobés.
Me tiré en la cama y nos quedamos los tres mirando el techo.
Yo no hago nada, dije yo.
Yo tampoco, dijiste vos.
El cordobés habÃa quedado en el medio.
Yo sÃ, dijo el cordobés, y me dio un beso. Pensé que me iba a dar un piquito pero me metió la lengua.
Cogimos.
Cuando los tres nos lavamos y volvimos a la cama les pregunté si podÃa grabar la conversación. Me miraron raro. ¿Para qué? Para guardarla, para no olvidarme de todo esto. Yo no tengo drama, dijiste vos. Yo tampoco.
Hablamos durante dos horas. El cordobés ponÃa temas de su celular, temas melosos. Retumbaban horrible porque el parlantito del celular era pésimo, pero insistió. Lo dejamos. Hablamos un montón. Pero prometà que iba a mantener esa grabación en secreto.
Después nos dormimos, vos pediste dormir en el medio de los dos. Me desperté unas horas después porque la cama temblaba. Cuando giré te vi. Entraba ya la luz de la mañana en la habitación. Estabas boca arriba con las rodillas un poco flexionadas y las manos demasiado abiertas. Temblabas, como si te corriera electricidad por el cuerpo. Te temblaban los tatuajes, la araña del pecho y el de la ingle. TenÃas la pija al palo. A la luz de la ventana la pija parecÃa como de masa, como una galletita alargada.
Me incorporé y por encima tuyo desperté al cordobés. Te señalé y le pregunté: ¿Qué le pasa?
El cordobés te miró la cara y después bajó por el cuerpo. Te vio la pija parada. Te la agarró y después te la soltó. Te volvió a mirar la cara.
Es un perro que sueña, dijo.
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