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Promiscuo como una rata rastrera...

Juro que durante todo ese tiempo nunca me arrepentí de haberme echo asidua víctima erótica de esas salas promiscuas y calientes Cuand...

Juro que durante todo ese tiempo nunca me arrepentí
de haberme echo asidua víctima erótica
de esas salas promiscuas y calientes

Cuando volví de España, donde había vivido durante 3 años y medio, volví a ocupar mi antigua habitación en la casa de mis padres. Una noche de desvelo empecé a buscar algo para leer y en uno de los cajones encontré una antigua revista Eroticón; presa de la melancolía, me puse a hojearla recordando mis primeras noches calientes en soledad, donde fantaseaba con encuentros carnales con hombres, que a esa altura eran sólo puras fantasías, imposibles de llevarlas a la realidad. Seguí hojeando la revista sin prisa pero sin pausa hasta que encontré una nota sobre cines porno en la porteña ciudad. Maravillado con semejante novedad, me la leí de pe a pa sin perder ningún detalle. Asombrado y excitado, no podía creer lo que leían mis ojos.

Me pareció más fantasía que realidad, pero igual me quedó la duda. Uno de los cines donde más se había detenido el cronista era el Cine Plus, ubicado sobre la calle Rioja, justo al lado de la bailanta Latino Once. Me quedó volando por la cabeza, y sobre todo por la bragueta, la nota que había leído, y ya que era del Oeste y viajaba diariamente a la Capital, pensaba tomar coraje para meterme a ver qué pasaba realmente en ese cine porno. Varias veces miré de lejos la pedorra sala. Pasaba por enfrente, pasaba por la misma vereda y nunca me animaba. Me sentía sucio, perverso, pajero...

Hasta que un día mi cuerpo debatió con mi mente sus necesidades y salió ganando. Corría el año ’96. Cuando entré, saqué la entrada con la cabeza baja y empecé a ver que había más de un tipo deambulando por el lugar. En la oscuridad de la sala, después de acostumbrar la vista como los gatos, empecé a ver decenas de tipos que andaban dando vueltas por todos lados. Eran tipos y tipos y más tipos, como un grupo de experimentados cazadores. Había tipos en las escaleras con los pantalones bajos, tipos besándose, manoseándose, había escenas de sexo completo, oral, grupal, romántico, sexo, sexo y más sexo.


En el primer piso, las escenas de la pantalla grande mostraban películas hétero; poco tiempo después entendí que esas películas eran el anzuelo ideal para los trabajadores chongos cansados, que venían a buscar un pete express, sentados con cara de boludos hundidos en las butacas que, seguramente al cerrar los ojos ante una boca caliente, soñarían que la que succionaba era la porno star de la pantalla.

Arriba la sala gay y un cuarto oscuro donde los cuerpos se transformaban en revoltijos de carne. Fiestas negras, duchas blancas, lenguas salvajes: en la carta de ese cine el menú era variado y podías comer, chupar y tragar hasta saciarte.

En los baños, la cosa era más íntima si querías revolcarte con la puerta cerrada en el cubículo del inodoro, aunque la mugre en general era exagerada. Papeles sucios amontonados en olorosas montañas, el piso alfombrado por forros usados y a veces, si tenías suerte, había agua. Por años y años, mi vida sexual pasó a desarrollarse en ese cine en particular, aunque recorrí por simple curiosidad varios cines de Buenos Aires, cada uno con un perfil específico y respondiendo a un concreto mercado.


Durante los largos años que retocé en los baños, en los rincones y hasta en las butacas, me enamoré, hice amigos, encontré algunos novios no muy perdurables pero que me entretuvieron bastante, cumplí increíbles fantasías, me crucé con las entrepiernas más chicas de mi vida, y con las más grandes e inolvidables, y vi cosas que si tuviera que contarlas una por una, no me alcanzarían ni días, ni meses, ni años. Hoy, en el año 2011, esos eróticos reductos siguen estando, abrigando el deseo y los cuerpos calientes que prefieren enredarse en prácticos retoces, sin histerias, ni versos prearmados.

No son discos, ni pubs maricas de diseño, pero lo que es seguro es que muchas de las maricas que histeriquean en la noche bolichera o en la calle, en los cines porno se transforman en bestias carnales y salvajes guiadas por puro instinto, y entienden que, después de todo, en esa oscuridad permanente, todos los gatos somos pardos, mal que a una le cueste aceptarlo.

Juro que durante todo ese tiempo nunca me arrepentí de haberme echo asidua víctima erótica de esas salas promiscuas y calientes; eso sí, para qué negarlo: a veces me he sentido una rastrera rata de alcantarilla... y otras tantas... una diosa bañándome desnuda en la Fontana di Trevi, como la grandiosa Anita Ekberg en sus años más calientes del cine de oro italiano...


Tulipán