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Marginal

Me arrodillé y le olí la verga. Olía a todos baños públicos que visité en mi vida. Olía a broncas rancias, a ganas, a miel amarg...

Me arrodillé y le olí la verga.
Olía a todos baños públicos que visité en mi vida.
Olía a broncas rancias, a ganas, a miel amarga, a leche vencida


 El pibito estaba meando a media cuadra, al lado de su carro en el que juntaba cartones.

Apuré mi paso para cruzarlo con la verga en la mano. Lo alcancé. Pasé despacio, lo miré a los ojos y le miré el pedazo. Caminé despacio para seguir viendo. El pibito me miraba desconfiado, intrigado.

Llegué a la esquina de casa y esperé mientras fingía una llamada. Él también caminó hasta la esquina, marcando lomo al tirar del carro como si fuese un potrillo. Se quedó parado cerca de mí, mirándome. Agarró una botella de agua del carrito y bebió.



Mi mirada pornográfica siguió cuadro por cuadro una gota que cayó por la comisura de su boca, rodó por la barbilla y se escapó ligero por el pecho hasta perderse en un monte de pendejos negros que asomaban de su bermuda.

Quise imaginar sabor a qué tendría ese pedazo de carne morena, marginal y tierna. Quise pensar sobre qué calles habría perdido la inocencia, a qué pendeja le habría dejado la leche adentro la noche anterior sin importarle nada, ni la posibilidad de un hijo, ni la inmediata posibilidad de las pestes.

Nos mirábamos fijo. Cerró la botella, la dejó en el carro. Se tocó la pija sobre el pantalón, secándose las manos. El tamaño de eso había crecido. Evidentemente le había gustado. Comencé a imaginarlo peligroso. Ya no solo marginal, sino además, probablemente protagonista de crímenes minúsculos; tal vez y solo tal vez no tan pequeños crímenes. Su cuerpo estaba adornado de tatuajes, de transpiración y de mugre.

Cortó mi pensamiento su voz que me preguntó la hora. Son las nueve le dije. Y nos perdimos en otro silencio en el que seguramente él pensó qué clase de puto era yo.

No creo que en ese momento alguno de nosotros haya llegado a ver quién era más peligroso.

Conversamos detalles. Resolvimos subir a casa a por una botella de agua fresca y algunas pilchas que podría darle.

De todos los datos no quise preguntarle la edad para no perturbar mi tranquilidad de conciencia.

Dejó el carro en la esquina de casa. Desde mi balcón se veía. Le dí la botella de agua. Le di un par de bermudas. Me preguntó a que me dedicaba y le conté: -Director de Cine. Miró la videoteca en la pared, vio porno. Manifestó su deseo de trabajar y más todavía, se arriesgó “le tengo grande, creo que puedo servir”.

Rápido él y más rápido yo en el juego de la bestia, le ordené bajarse los pantalones. Entendió en breve me mostró la pija que no a decir verdad iba de mediana a chica. Pensé que él podría ser un chico todavía, no muy cercano a ser un hombre. De todos modos continué. Se la agarré con fuerza y lo miré a los ojos decidido a hacerlo crecer.

Me arrodillé y le olí la verga. Olía a todos baños públicos que visité en mi vida. Olía a broncas rancias, a ganas, a miel amarga, a leche vencida. Sus patas oscuras me recordaban la oscuridad de los baños. Él en ese momento era un Santo particular y mi imaginación de los baños era el templo. Mil veces estuve arrodillado, lamiendo una pija en los baños de las estaciones de tren, en el subte, en las terminales de los micros, en los micros; a tipos de todas la razas y de todos lo credos, de todos estratos sociales porque Jesús no discrimina.

Mil veces fui ángel y demonio en la estación Olleros y mi habitación con ese pibe en bolas y en mi cama, fue todas las estaciones juntas. La respiración me golpeó en la garganta como la de un asesino.

Lo miré a los ojos desde entre sus piernas. Él estaba sentado a la orilla de mi cama que tentaba a ser la orilla de su vida. Él sonreía ofreciendo perfectos dientes blancos.

Me metí toda la pija en la boca, cabía bien. A sentirla no faltaba ni sobraba nada. Supe que me iba a dejar coger así que fui al baño a limpiarme el culo, él quedó en mi cama, acostado como un pedazo de carne para el lobo. Todo en penumbras, acaso la luz del televisor iluminaba la aventura y desde la pantalla, una porno reflejaba lo que somos.

Volví a la cama, en pelotas y al palo. Mi chota mucho más grande que la del pendejo. Más larga, más gruesa, menos inocente, apuntó hacia él como un arma.

Se la comí definitivamente y de la boca sin escalas, la verga pasó al culo. El pibito me puso en cuatro patas y me bombeó. Actuaba como un caballo pero no llegaba a potrillo. Yo fingí. El placer por me pasaba por el tamaño de su pija sino por la pronta leche fresca en mis secretos.

Me acabó enseguida. Varios chorros de guasca sentí armar la tormenta dentro de mí. Expulsé algún poco para mostrarle que me tomaba la leche desde el culo que se acaba de coger y que ese baño imaginario que le había dado, superaba la pantalla. La junté con los dedos y me los llevé a la geta. Me puse una remera y un short y le agradecí al mocoso. Se vistió él, se calzó “las llantas” y salimos. Camino al ascensor lo ví renguear. En el ascensor lo arrinconé en la última curva. Yendo a la puerta de calle noté más clara su renguera. Puse la llave en la puerta, casi abro pero no. Lo miré y le dije convencido. “Sacate las zapatillas”, el caradura se la sacó y me la dió. Se estaba llevando un celular que estaba en mi mesa de luz. Por eso rengueaba.

Caminé al ascensor otra vez. Me siguió sin decir nada. Entramos a casa. Me devolvió la ropa que le había dado. No la agarré. Le saqué el pantalón de prepo, lo agarré del cuello y lo puse contra la pared. Con una patada lo abrí de gambas. La situación me calentó terriblemente, me bajé el pantalón y expulsé la leche que me quedaba en el orto. Con su propia leche le lubriqué el agujero. Sin permiso le rompí el culo. Solo jadeó, nunca dijo nada. Conocí su dolor por sus gestos, pero nunca dijo nada. Le dije lo indecible, lo escupí en la cara, lo embestí por sucio, por traidor. Otra vez en mi mundo surreal de las paredes escritas y los putos pidiendo más pija. Escuché a todos los putos otra vez y al unísono llamarme “pa”. Enloquecí, lo lastimé, saqué la pija del culo del pibe goteando leche y correando sangre.

Vestite y bajá, le dije. Lloró. Bajá! grite. ¿Cómo salió, quien le abrió? no lo sé. Saqué una birra de la heladera y miré desde el balcón un rato. Lo vi cruzar la calle y buscar su carro. Se fue rengueando pero no fingía. Rengueaba de verdad.

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Jesús Navarro